miércoles, 30 de enero de 2008

Sin noticias de Dios




Hace muchos siglos que no nos visita el Hijo de Dios reencarnado en Hombre, o en Mujer, que los tiempos han cambiado, para hablarnos de su Padre, transmitirnos fe, paz y confianza, que buena falta nos hace, y de paso hacer unos cuantos milagros de los que aparecen en la Biblia, que fueron tan espectaculares. No consentiríamos que volviera a morir por nosotros, ni en la cruz ni con ningún otro martirio de los que tantos hay hoy en día.
Actualmente, con todos los efectos especiales que existen y la tecnología, quizá sería menos llamativo que hiciera cosas fuera de lo común, seguramente nadie le haría ni caso.
Lo cierto es que el que parece no hacernos ni caso desde hace mucho tiempo es Dios.
Hubo una época en que sólo existía la armonía, el equilibrio. A eso se le llamó Paraíso. Aquel estado de cosas idílico en la Tierra dicen que se perdió por causa de la Mujer, cosa que también es muy discutible, porque dos no pueden si uno no quiere, y además la serpiente aquella tentadora tengo entendido que era macho. Pero aun así, desde entonces los hombres nos han dado nuestro merecido, para culminar con lo que ahora se ha dado en llamar “violencia de género”. Todavía queda por ahí algún rincón perdido que se puede considerar Paraíso natural, aunque no sé por cuánto tiempo.
Extinguido ese estado de gracia maravilloso, nos hemos quedado con lo que se supone nos tenemos merecido: no hemos sabido aprovechar los dones que Dios nos dio en su momento, y ahora somos como las piezas de un inmenso ajedrez que El no mueve, creando nuestras propias reglas para jugar, y sálvese el que pueda. O quizá seamos como esos animales de laboratorio que son introducidos en un medio previamente estudiado para que un experto observe sus reacciones, como en un gran experimento.
En este juego entra todo: el libre albedrío del ser humano, y los fenómenos naturales, menos predecibles, y que nos sacuden con fuerza de vez en cuando. Vivimos sobre un polvorín y a merced de los cuatro vientos. Y encima dicen que con el tiempo se organizarán viajes a la luna. Pues que cuenten con mi ausencia, que con lo de aquí ya tenemos bastante.
El caso es que Dios hace oidos sordos a nuestras plegarias, o quizá sea que tiene tanta confianza en nuestra capacidad que nos deja solos con el convencimiento de que nos bastamos y sobramos para solucionar nuestros problemas. Y mientras tanto, todo está del revés, pocos están satisfechos con lo que les ha tocado en suerte, y nos contentamos diciendo que siempre hay alguien que está peor. O lo que sería el colmo: que Él haya decidido retirarnos la palabra, indignado por tanta barbaridad.
Pienso en esa utopía que es que a la voz de “ya” todos nos pongamos de acuerdo, si no al unísono sí gradualmente, hasta establecer una filosofía de vida similar que permita un cierto equilibrio. Es cierto que a lo que unos parece bien, a otros no tanto, y viceversa, pero seguro que tiene que existir una escala de valores básica universalmente aceptada, el término medio en el que se supone que está la virtud esa de la que tanto hablan. Y luego, rezumando todos bondad por doquier, que cada cual tenga su forma de vida, que en la variedad está el gusto.
La Justicia es la clave de todo: si los bienes están repartidos por igual, si las cargas de la vida cotidiana se comparten entre todos, otro gallo nos cantaría. Ningún proceso natural quedaría detenido, ningún derecho alienado, ninguna petición justa en el olvido.
Se trata al fin y al cabo de hacer justicia, cambiar las leyes para hacerlas más flexibles y que puedan adaptarse mejor a la realidad que vivimos.
Dios, sin duda, se cansó de castigar nuestro mal proceder mandándonos diluvios y plagas, pues se ve que no tenemos remedio. El caso es que sigue habiéndolos, pero ahora a los diluvios se les llama inundaciones, y a las plagas males endémicos que se pueden atajar con vacunas. Cuando surge una nueva plaga, como pasó con el SIDA en su momento, ya se alzaron prestas las voces agoreras de que Dios volvía a las andadas, exterminando a tanto pecador como hay. Nadie ha pensado que los virus también tienen derecho a vivir y también actúan con libre albedrío, para nuestra desgracia.
Si el Hijo de Dios volviera alguna vez a la Tierra para recordarnos lo que ya sabemos sobradamente, seguro que saldría a escape al ver en qué nos hemos convertido: a su Paraíso inicial lo estamos calentando globalmente, ya no queremos ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos, nos gusta vivir en Sodoma y Gomorra, y no nos importa habitar en una torre de Babel tan alta que alcance al mismo Dios, aunque se confundan nuestras lenguas, porque la ambición y la soberbia siguen sin conocer límites. No dejamos que los niños se acerquen a Él, no todos se ganan el pan con el sudor de su frente, y la mujer sigue pariendo con dolor, aunque últimamente este castigo bíblico por hacer caso a la serpiente demoníaca va teniendo remedio con alguna que otra inyección. Seguimos sin ser el guardián de nuestro hermano, y necesitamos meter los dedos en la llaga para creer. Y los males van en aumento.
Mientras tanto, seguimos sin noticias de Dios.

miércoles, 23 de enero de 2008

La casa de la Alameda


Aún recuerdo la enorme manzana de casas en las que vivían las tías y la abuela de mi madre, en la calle de la Alameda, al lado del Pº del Prado. Era un edificio señorial, construido en el siglo XIX, que cuando yo frecuenté de niña se encontraba ya al final de una época, prácticamente abandonado, sólo una sombra de su pasado esplendor.
El portal, enorme, conservaba aún su estacionamiento de carruajes. El ascenso hacia los pisos superiores era una subida suave a través de esas escaleras anchas que se hacían antiguamente, con peldaños de madera que gemían quejumbrosos cuando se los pisaba y pasamanos de hierro forjado. En los recodos había un asiento triangular adosado en el rincón para el descanso de los que se cansaran en la subida.
Las puertas, de gran tamaño, dos en cada piso, se hallaban a uno y otro lado una frente a otra a gran distancia, con mirillas grandes, redondas y metálicas adornadas con arabescos.
En medio de las puertas un gran ventanal a través del cual se veía un patio vecinal que tenía al menos las dimensiones de un campo de fútbol. En aquella época casi todos los cristales estaban rotos, las ventanas desvencijadas y las persianas prendidas en algún punto, como a punto de caer.
El bloque se encontraba en este estado porque el dueño del inmueble quiso hacer el negocio del siglo vendiéndolo a una constructora para hacer viviendas. Para provocar el desalojo del edificio lo apuntaló por fuera para que desde la calle pareciera que estaba en ruinas, y luego fue ofreciendo indemnizaciones a los inquilinos para que se marcharan. Las tías de mi madre fueron las únicas personas que no se quisieron ir, por lo que el dueño del inmueble se dedicó a hacerles la vida imposible, llegando a cortarles el agua y la luz en alguna ocasión, pero nunca consiguió echarlas de allí.
Cuando llegábamos al portal, me asustaba un poco la apariencia fantasmagórica que tenía el edificio, sin apenas luz y con la fachada llena de puntales. Luego, ya en la puerta, al timbre de llamada acudían corriendo tres perros que ladraban furiosos porque estaban poco acostumbrados a la gente, mientras ellas quitaban una especie de tranca que tenían colocada contra la puerta y descorrían un montón de cerrojos. Las tías solían recoger animales abandonados, y tenían en casa además de los perros, tres gatos y varios pájaros. La casa parecía un zoológico, no sé cómo podían convivir en paz todos juntos, quizá porque era muy grande, como todas las viviendas que se hacían en aquella época, que parecían auténticas mansiones, con pasillos muy largos y montones de habitaciones, además de dos terrazas, una interior, más pequeña, que parecía un invernadero y siempre que se entraba allí se percibía un aroma a plantas semi podridas y una humedad constante, donde crecían rosas enormes y preciosas de muchos colores. La otra terraza, exterior, mucho más grande, era donde nos reuníamos en verano para celebrar el día del Carmen. Las tías solían comprar una tarta de yema y nata que siempre estaba medio derretida por el calor, y servían refrescos. Los perros, que querían participar del bullicio, hacían lo posible por subir los peldaños que conducían a la terraza, pero las tías cogían un spray que tenían al efecto y se lo echaban en la cara para que retrocedieran y se quedaran quietos.
En invierno nos sentábamos en el saloncito, y los perros se conformaban con sentarse y mirarnos de reojo, dando gruñidos y bufidos de vez en cuando. Estaban muy gordos porque los alimentaban demasiado y casi no los sacaban a la calle, y tenían los ojos estrábicos y como fuera de las órbitas.
La casa se resintió del abandono general del inmueble, de hecho en una de las habitaciones se había hecho un tremendo agujero en el suelo por el que se podía ver el piso de abajo.
Las tías y la abuela de mi madre vivían rodeadas de muebles antiguos, viejos tapices y fotos en sepia. La abuela, mi bisabuela Carmen, estaba siempre sentada en un sillón de orejas, porque ya casi era centenaria y prácticamente no se podía mover. Desde allí controlaba la vida de la casa: las dos tías, el marido de una de ellas, la criada y la hija de ésta a la que habían acogido como si fuera una hija, además de los animales. Recuerdo su pelo blanco recogido con elegancia en un moño alto, dicharachera, muy conversadora, inteligente, cariñosa y con temperamento a un tiempo. Decía mi madre, aunque yo no lo ví nunca, que cuando sus hijas le pedían dinero decía que el sonotone no le funcionaba bien. A mi hermana y a mí nos daba caramelos que sacaba de un cajón al que sólo ella parecía tener acceso.
Mientras permanecía la televisión encendida, como ruido de fondo, ellas nos regalaban su conversación culta y amable, y nos hacían reir con sus sutilezas y su fino sentido del humor. A pesar de su avanzada edad sus cabezas funcionaban perfectamente, no así al final de sus días por desgracia.
El edificio sólo se quedó vacío cuando ellas fueron falleciendo, y para entonces lo habían declarado monumento histórico-artístico y ya no se podía demoler. Estuvo así muchísimo tiempo, hasta hace poco que pasé por allí y ví que por no sé qué extraño cambalache habían conseguido por fin salirse con la suya y habían construido en esa manzana viviendas y aparcamientos.
Pero ellas ya no fueron testigos de esa felonía. Mientras vivieron constituyeron el último reducto de una época que ya no volverá, un símbolo de la independencia y la rebeldía frente al abuso y la especulación, la manifestación anónima pero no por ello menos grandiosa del coraje y la firmeza de principios de que podemos ser capaces los seres humanos.

miércoles, 16 de enero de 2008

Aborto


Tema escabroso y controvertido donde los haya, y más últimamente con la polémica que ha levantado el cierre de varias clínicas. Es sin duda un asunto sobre el que casi nadie se pone de acuerdo. Decisión personal, problema de conciencia, no sabemos muy bien cómo calificarlo.
Pero se trata, al fin y al cabo, de la esencia de la vida: traer o no traer un nuevo ser a este mundo. Independientemente de las circunstancias de cada cual, parece que nos hemos erigido en administradores de almas, como si fuéramos Dios y decidiéramos con poder absoluto sobre la vida y la muerte de los demás.
Aún recuerdo con horror una clase que nos dio uno de los profesores de religión que tuve en el instituto: nos llevó a la sala de audiovisuales y nos enseñó un montón de diapositivas en las que se veían restos de abortos. Uno de los compañeros empezó a vomitar y todo el mundo protestó por la crudeza de las imágenes, alegando que aquello parecía más una clase para estudiantes de Medicina que una clase de religión. Quizá es cierto que el profesor, que además era sacerdote, quiso aleccionarnos sobre este tema de la única manera posible: mostrándonos la cruda realidad.
El caso de motivo de aborto más sangrante, el de una mujer que ha sido violada y queda embarazada ¿es víctima y a su vez verdugo?, ¿víctima de un hecho violento y verdugo de sus consecuencias?, entonces hay dos víctimas aquí, inocentes ambas, y más violencia.
Hoy en día, en un mundo en el que se ha llegado a tantos avances científicos para facilitar la fecundación de los que no pueden tener hijos, hay también sitios donde a diario se acaba con la incipiente existencia de cientos de pequeños seres que han tenido la desgracia de aparecer en un lugar y un momento inadecuados. Esas clínica son como campos de concentración a pequeña escala, con máquinas trituradoras que deshacen cualquier resto de la masacre. He leído hace poco que se han encontrado incluso fetos de siete meses. ¿A dónde vamos a llegar?. ¿De qué clase de aberraciones va a ser capaz el ser humano?. ¿Es que el mundo se va a convertir en una película de terror?.
Lo que yo no entiendo ahora mismo es el creciente índice de abortos entre las adolescentes, con la cantidad de información que hay actualmente sobre sexualidad y la enorme gama de métodos anticonceptivos que existen. Quizá sea el aumento de la permisividad sexual, pero mal entendida, y en esto me parece que estamos al nivel del Tercer Mundo: ningún país verdaderamente desarrollado tiene en sus estadísticas esa cantidad de embarazos a edad temprana. El grado de civilización se mide, entre otras cosas, por el autocontrol de las propias necesidades, y entre ellas el apetito sexual. A este paso vamos a acabar como los monos en la selva, todo el santo día con lo mismo y sin discriminar, todo vale.
Tan sólo en algunos de los casos tipificados por ley, como la malformación del feto que haga imposible una mínima calidad de vida, o cuando corren peligro madre e hijo si se sigue adelante con el embarazo, puedo entender que se practique un aborto.
Mi abuela materna se vio en uno de esos casos: después de tener a mi madre se volvió a quedar embarazada al poco tiempo, y como su salud se había resentido terriblemente del primer embarazo, el médico le dijo que si no lo interrumpía no sobrevivirían ninguno de los dos. En aquella época, años 40 en España, en que el aborto no estaba permitido en ningún caso, suponía un riesgo en cuanto se consideraba un delito. Ella nunca nos habló de eso, lo supimos por mi madre cuando ya había muerto. No sé cómo se sintió, me imagino que muy mal, pero luego tuvo más hijos, y sin problema para su vida ni la de ellos.
Yo personalmente, aunque supiera que un hijo mío no nato tuviera un retraso mental, no abortaría jamás. De hecho no me quise hacer la amniocentesis en ninguno de mis dos embarazos, a pesar de que me dijeron que era práctica habitual en los hospitales. Simplemente no me interesaba saber si mi futuro hijo tenía el coeficiente intelectual adecuado, y de paso no me tuve que someter a una de las muchas y desagradables pruebas por las que nos vemos obligadas a pasar las mujeres en estas circunstancias.
Creo que todos tenemos derecho a la vida, y nadie puede anticipar a un ser vivo que aún no ha nacido cuál va a ser su futuro, si va a ser feliz y capaz de desenvolverse por sí mismo, o si va a ser desgraciado, el hecho de nacer en perfectas condiciones no garantiza nada de eso. Dicen que las personas que tienen deficiencia mental viven felices porque no se dan cuenta de nada. Pero hoy en día, en que el culto al cuerpo y la mente exige una perfección casi absoluta, no está permitido nacer con defectos, y entonces hacemos una nueva selección de la raza, como en su momento quisieron llevar a cabo los nazis, vamos a crear un prototipo de persona que se ajuste al estándar aceptado por todos.
Por desgracia, el motivo más usual para abortar es simplemente el embarazo indeseado: los hijos son una responsabilidad y si encima no se tenía intención de traerlos al mundo, está claro que estorban. Como se supone que con unas pocas semanas de vida aún no se es persona, en realidad nos deshacemos de un pequeño trozo de carne.
Pero ¿quién puede asegurar cuándo se es sólo una cosa y a partir de cuándo se empieza a ser persona?. ¿De qué se trata entonces, de un animal, de un vegetal?. Porque algo tiene que ser. ¿Cuál es el problema?, ¿qué aún no tiene forma humana?. Pero ahí está, un conjunto de células que contienen ya todas las características del nuevo ser.Nunca podría vivir con una cosa así en mi conciencia, sabiendo que he provocado el fin de un ser que es mi carne y mi sangre, incluso en los casos tipificados por la ley en que parece que no queda más remedio. Quién soy yo para hacer eso, quién es nadie.

lunes, 14 de enero de 2008

Querido Jack


Viendo hace unos días una de las maravillosas películas que hizo Jack Lemmon, me vienen a la memoria tantas otras que llevó a cabo a lo largo de su vida, a cual mejor.
La primera vez que lo vi, me resultó un poco repelente, con ese manoteo constante que tiene, esos tics nerviosos, esa forma de mirar de soslayo cuando está contrariado.... Pero luego viene todo lo demás, la fragilidad, la ternura, la esquizofrenia, la autenticidad, el valor, toda una amalgama de sentimientos encontrados, y al final consigue meterte en el bote, en su torbellino sentimental, terminas formando parte de su causa.
Fue un actor que abarcó todo el espectro de emociones de que es capaz el ser humano, pero dándole su toque personal: la impotencia en “El apartamento”, el amor y los celos en “Irma la dulce”, la honestidad en “Primera plana”, el miedo y la desesperación en “Missing” y “El síndrome de China”, el humor en “Esa extraña pareja” y "Con faldas y a lo loco", donde se disfrazaba de mujer y trabajaba junto a una conmovedora Marilyn, por decir unas cuantas.
Representaba al hombre común, zarandeado por los abatares de la vida, víctima involuntaria de toda clase de malos entendidos, pero que tras un montón de miedos e incertidumbres, termina sacando lo especial que lleva dentro de sí para enfrentarse a todos los contratiempos y salir más o menos airoso. Al final terminas convencida de que casi todo lo que se propone, casi todo lo que decide emprender y consigue llevar a cabo, no ha sido en vano.
Generoso, desinteresado, lleno de bondad, es difícil imaginarlo haciendo de “malo”, aunque a veces se vea sometido a tentaciones que están a punto de hacerle sucumbir, al borde de malicias infantiles, pequeñas travesuras que él sabe hacerse perdonar, arrepentido.
Cuando ríe, cuando llora, en cualquier situación nos transmite una sensación de enorme humanidad y confianza, como si fuera alguien de quien siempre te pudieras fiar, alguien a quien le entregarías lo más importante que tuvieras con la seguridad de que quedaría bien guardado.
Mucha gente se sintió identificada con él en cuanto que representaba al ciudadano de a pie del que todos se aprovechan, siempre indignado, al borde de un ataque de nervios, un poco en el límite de la locura, y al que sólo le queda el derecho al pataleo.
Parece que sus películas tienen una moraleja, una enseñanza para la vida, como en esa película tan curiosa que hizo del eterno dilema hombre-mujer, mujer-hombre en “Guerra entre hombres y mujeres”, en la que al final vemos que la guerra de los sexos es absurda, que en el fondo no somos tan distintos, que somos sólo seres humanos y estamos todos metidos en el mismo barco.
Idealista, cabal, exasperado, tan pronto valiente como apocado, un cúmulo de contradicciones adorables. Se trata al final de vivir con pasión, de no ser indiferente a nada.
Al contrario que en las películas antiguas, en las que los temas y los personajes tocaban suavemente el corazón, él lo tocaba con fuerza.
Con esa forma tan directa y abierta de mirar, por sus ojos podían pasar en un solo momento todos los estados de ánimo imaginables, para terminar pareciendo al final lo que en realidad era, sólo un niño que está un poco desvalido.
Con sus colaboraciones con otra gran actor, Walter Matthau, explotó su lado más cómico. Era increíble verlos juntos, sacándole punta a todo. Yo he pasado con sus diálogos algunos de los mejores y más hilarantes momentos de mi vida.
En el drama se desenvolvía también magníficamente, sobre todo en los años 70 cuando trató en sus películas algunos temas controvertidos, desplegando todos sus recursos interpretativos más inquietantes y emotivos a un tiempo.
Por su forma de actuar se puede decir que Jack Lemmon fue un actor singular, irrepetible. Verlo en acción es siempre una gozada.
Querido, mi querido Jack.

jueves, 10 de enero de 2008

Benazir Bhutto


Cuántas personas más valerosas y buenas van a tener que sucumbir bajo la tiranía de la violencia. La muerte de Benazir Bhutto abre de nuevo una brecha en el frágil muro de la paz, y nos produce otra herida sangrante en nuestras conciencias y en nuestra alma por lo injusto y lo cruel del hecho.
Ella sigue el trágico e inexorable destino de tantas otras sagas que han dedicado su vida, y hasta la han sacrificado, en aras del bien común: lo sucedido a la familia Gandhi se me vino enseguida a la cabeza en cuanto supe lo que le había pasado a Benazir Bhutto, y ahora su hijo va a ocupar su lugar, como respondiendo a una terrible llamada del destino, sabiendo que es un auténtico suicidio, que su vida correrá peligro ya para siempre.
Ser el líder de un país entraña sus riesgos, sobre todo si se es una persona honesta, algo poco corriente en el mundo de la política, y además fiel a unos principios éticos: es el caso de Luther King, o más recientemente de Olof Palme. Pero si además se es mujer, y en un país como Pakistán, la cosa tiene su enjundia: lo raro es que a Benazir no le haya pasado ésto antes.
Recuerdo la primera vez que tuve noticia de ella, leyendo una larga entrevista que le hicieron con motivo de su elección como presidenta de su país, allá por 1988. En esa ocasión me impresionaron sus palabras, la firmeza y contundencia de sus opiniones, la enorme personalidad que se reflejaba en todo lo que decía, y la belleza de sus rasgos, muy típica de las mujeres pakistaníes, y que se exhibía profusamente con numerosas fotos que ilustraban la entrevista. Una mujer que ha estudiado en Harvard y Oxford, que hablaba varios idiomas, que escribía libros, que daba conferencias, y que entre otros premios se le otorgó uno relacionado con los Derechos Humanos, no es algo que se pueda despreciar. Eso, en un país como Pakistán, con unas tradiciones tan retrógradas y un índice de analfabetismo tan grande como el que tienen, debió ser imperdonable. ¡Cuánto atrevimiento!. Y aunque su padre se dedicara también a lo mismo, ¡cómo se atreverá ella a tener aspiraciones!.
Así le pasó en su vida: siempre luchando por lo que creía, soportando la cárcel en varias ocasiones, contra viento y marea. Admiro su tesón, su dedicación, y su valor.
Cuántas veces más vamos a tener que sufrir el espanto que supone contemplar en la televisión el horror de las escenas de muerte y destrucción que suceden a un atentado: pistoleros que descerrajan tiros a bocajarro, suicidas que se inmolan llevándose por delante a todo el que tenga la desgracia de estar cerca..... Cuánta rabia produce entre cierto tipo de individuos y grupos las personas que son constructivas y procuran vivir en paz consigo mismas. Es más, creo que cuanto más buenas sean esas personas, más terriblemente se las aniquila, como si quisieran volatilizarlas, que no quedara absolutamente nada de ellas, nada que nos las pueda recordar.
Pero se equivocan, al convertirlas en mártires, esas personas adquieren una dimensión que antes no tenían, y pasan a formar parte de la Historia y de la memoria colectiva con fuerza renovada. Y siempre habrá otras que las sustituyan, como en un acto heroico, o temerario quizá, porque casi siempre saben que el final que les aguarda suele ser trágico. Personas así surgen pocas, porque el sitio que han de ocupar es peligroso y la existencia que deben llevar muy dura, pero siempre hay, desafiantes ante la adversidad.
¿Sabría Bezanir que su hijo la sucedería si algo le pasaba a ella?. Yo, en su lugar, como madre que soy también, no lo querría, por muy elevadas que fueran mis convicciones y pensase que merece la pena entregar la vida por ellas. Pero supongo que eso el ago muy personal.
Qué espanto el mundo que vivimos, qué aburrida la repetición del mismo tipo de truculencias siempre una y otra vez: el lugar del atentado bañado en sangre, la colocación de flores, fotos, mensajes y velas encendidas los días siguientes en ese sitio..... El Mal carece de imaginación, y por lo que se ve la forma de responder a él también. Es hora de que cambie el menú de sus horrores, ya que es imposible que desaparezcan. El terrorismo es como un disco rayado, produce una desazón y un tedio infinitos. No hay cosa peor que la perversidad de los que son tontos y malos.

martes, 8 de enero de 2008

Shopping

Qué fama tenemos las mujeres de ser adictas al shopping, sobre todo en lo que a moda se refiere, y qué verdad es en general, con el gusto que da: pocos placeres se pueden igualar al encuentro inesperado de una prenda que hacía tiempo estaba esperando a que tú la encontrases para ponértela y lucirla.
Pero llegados a estas fechas y, tras los estragos que la Navidad deja en el cuerpo, me las veo y me las deseo no ya sólo para encontrarme bien con ropa alguna, si no también para podérmela probar cuando voy de compras: intentar meterse un jersey por la cabeza sin arrancarse las orejas con los pendientes ya tiene lo suyo, pero bajar la prenda por encima del pecho es toda una odisea por el aplastamiento, mas luego superar la rebosidad grasácea del viente y comprobar cómo sobresalen las lorzas por delante y por detrás. Si es un pantalón, algunos no me suben ni por la pierna, que es lo único que siempre se mantiene delgado en mi cuerpo, venga a mirar la talla por si me he equivocado. Me asalta la duda de si es la ropa o soy yo la que está mal hecha.
¿Y los probadores?. Ahora casi todos tienen sólo unas cortinas, y los que tienen puertas, como en Tintoretto, carecen de pomo, picaporte o pestillo, por lo que si te olvidas de este pequeño detalle y te apoyas por un momento en ellas ten por seguro que acabarás en mitad del pasillo en ropa interior o como Dios te trajo al mundo, según lo que te estés probando. Y la iluminación, sobre todo en El Corte Inglés, que come los colores y aturde la vista: cuando crees que has comprado una cosa de un color determinado, luego al salir a la calle con la luz natural es otro distinto.
La música es lo único bueno de estos sitios, muy trepidante y discotequera, que dan ganas de ponerse a bailar en lugar de a mirar ropa.
Y lo peor son las empleadas, la mayoría chicas muy jóvenes con poca educación y con pocas luces, que con este trabajo se sacan un dinero pero que ni saben vender ni tratar a un cliente ni ganas tienen de saberlo. Si les haces cualquier pregunta, te atienden como de pasada, como si las estuvieras molestando, porque casi siempre o están colocando ropa o charlando entre sí sobre el último novio que les ha salido o lo mala que es cualquiera de las compañeras que en ese momento no está presente en la conversación, o pelándose entre sí por los turnos o la cantidad de trabajo que tienen. Si hay que hacer cualquier cambio o devolución, te escrutan con desconfianza, mientras mascan chicle con la boca abierta, y parece como si quisieras darles gato por liebre, le dan mil vueltas a las prendas buscando algún desperfecto que impida hacer el cambio, y le dan otras mil vueltas al ticket de compra, que sólo falta que lo pongan al trasluz como se hace para saber si un billete es falso. Luego llaman a otra compañera, normalmente una encargada, y cuchichean entre ellas mientras te miran, como si fuera un tribunal de la Inquisición y estuvieran decidiendo si quemarte o no en la hoguera. Cuando por fin se deciden a hacer lo que les pides, muy a su pesar, mascullan algo entre dientes, pasándose el chicle de un lado a otro de la boca. Es ahí cuando parecen brillar con repentino fulgor todos los piercing que lleva repartidos por la cara (ceja, nariz, labio, lengua, orejas), y cuando resaltan aún más los rubios amarillentos y los caobas zanahoria de sus pelos teñidos chabacanamente, cuando no los colores casi negros de las uñas demasiado largas, casi siempre postizas, o demasiado cortas, que hacen manos que parecen muñones, con los dedos abarrotados de sortijas.
Hoy en día no se distingue mucho una empleada de boutique de la dependienta de un puesto de verduras en el mercado. Antes se conformaban con decirte mientras te atendían “chata-bonita-maja” o “cielo-tesoro-corazón”, cualquiera de estas dos retahílas, aunque no te conocieran de nada, y luego se asomaban casa dos minutos por las cortinas del probador aún sabiendo que te iban a pillar medio desnuda, para ver si te habías puesto ya algo y si te lo ibas a llevar.
Lo peor son las boutiques que tienen tallas limitadas: si se te ocurre preguntar por una talla mayor, aunque esté dentro de la media razonable, te miran de arriba abajo y con una media sonrisa te dicen: “Para usted no tenemos talla aquí”, y te vas con el cartel de vaca pegado a la espalda.
Quién dijo que hacer shopping no tenga sus riesgos e inconvenientes, puede llegar a ser una auténtica odisea, pero la emoción de encontrar el trapito de tu vida puede compararse, y es mucho más probable que se produzca, a la emoción de encontrar al hombre de tu vida: lo descubres, te gusta, te lo pruebas, ves si te queda bien y no tiene ningún defecto, y te lo llevas.
En rebajas no se admiten devoluciones.

viernes, 4 de enero de 2008

Navidad, dulce Navidad

Es una lástima que la Navidad se haya convertido con los años sólo en un negocio: parece obligada la compra desenfrenada de regalos y comida en cantidades ingentes.
El sentido de la Navidad, como celebración religiosa, prácticamente ha desaparecido en nuestro país: se ve el portal de Belén y los Reyes Magos como meras figuras decorativas que están ahí siempre cuando llegan estas fechas, y ya no se valora la historia, el sentido que hay detrás de todo ésto.
Recuerdo con nostalgia la devoción con que de niña ayudábamos a mi padre en casa a montar el belén cada año, pues él se erigía en encargado exclusivo de esta tarea. Sacaba las cajas con las pequeñas figuras de plástico, que eran muy bonitas por cierto, no como las que se venden ahora, sacaba el portal de belén hecho con un corcho que imitaba madera, lo mismo que el pozo, sacaba las casas del pueblo, el puente, un río que hacía él con papel de plata, las montañas hechas con papel de embalar que estrujaba estratégicamente para darle forma, y donde colocábamos el castillo de Herodes en lo más alto, y el “cagonet” detrás, para que no se viera mucho. Luego un firmamento estrellado de fondo, pegado en la pared.
En la plaza Mayor lo compramos todo un año, incluido el serrín verde que repartíamos por todas partes, y alguna vez poliuretano rallado sólo por algunos sitios y que hacía las veces de nieve.
Mi padre colocaba luces ocultas tras las ventanas de las casas y el portal de belén, y alguna figura se incorporó de las que tocaban en los roscones que, por su color o su tamaño, desentonaba un poco del resto, pero que tenía también su lugar.
Este año mi hijo se dedicó a lanzar sobre el belén proyectiles de gomaespuma con una araña gigante que le han traido los Reyes ( me niego a decir que ha sido Papá Noel, aunque mis hijos siempre reciben sus regalos en Navidad, como hicieron a su vez conmigo).
Mi padre ha optado por ponerle papel celo por detrás al ángel que está sujeto sobre el portal porque siempre se está cayendo, y no hay nada que desentone más en un belén que un ángel caído.
Me viene ahora a la memoria una anécdota que solía contarme mi madre y de la que yo no guardo ningún recuerdo en mis archivos cerebrales, a propósito de una foto en la que salgo yo, con cuatro ó cinco años, sentada sobre la pierna de un Rey Mago magníficamente ataviado para la ocasión. Yo, tan tímida como era (y lo sería ahora también si tuviera que sentarme sobre la pierna de un Rey Mago, qué pinta también), no fui casi capaz de articular palabra cuando me preguntaba aquel señor qué era lo que quería por Navidad, y estuve a punto de echarme a llorar: aquellas ropas tan espléndidas y aquella corona tan brillante me impresionaron sobremanera.
En estas fechas se suceden las cosas bonitas y las feas sin solución de continuidad: es muy agradable ver las calles con esa iluminación de fantasía, los belenes que se montan aquí y allá como exposiciones y que compiten en grandiosidad y perfección, la música tan festiva (aunque hay ciertos villancicos que son tan machacones que hartan ya un poco), la reunión familiar.... Pero también está lo lamentable: la ausencia de los seres queridos o la existencia de problemas personales, cosas que parece que en estos días se llevan peor, o el encarecimiento de los alimentos (debería estar prohibido por ley), o un chico que ví hace poco con un pendiente disfrazado de Papá Noel repartiendo caramelos de propaganda junto a una óptica (en EE.UU. es aún peor porque los hay a cientos y encima tocando una campana en mitad de la calle). También cuento entre lo lamentable esa costumbre reciente de colocar Papás Noel en las fachadas de las casas como si estuvieran trepando hacia las ventanas (parece una iniciativa a seguir para los ladrones), o a mi hermana poniéndose ciega de langostinos con mayonesa, o yo misma agarrada a la botella de moscatel y dándole a las hojaldrinas, que es que ni conozco.
Yo creo que habría que retomar el espíritu tradicional de la Navidad, y si no en el sentido religioso, que es lo suyo en realidad, para el que no tenga creencias de esa clase, en el sentido más humano posible: aprovechar la ocasión para intentar llevarnos todos un poco mejor, para replantearnos las cosas de nuestra vida que no nos gustan e intentar cambiarlas de cara al Año Nuevo que se acerca. Es la ocasión para acordarnos de aquellos de los que nadie se acuerda nunca, y darles lo que a nosotros nos sobra: todo lo que está previsto que comamos y bebamos de más en estas fechas deberíamos dárselo a ellos. Que sea un derroche de generosidad, no de dinero. Que sea de verdad una dulce Navidad para todos, dulce por el turrón, dulce por el amor a los demás.
 
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