viernes, 29 de agosto de 2008

Valmont


Siempre me llamó la atención el vizconde de Valmont, el protagonista de “Las amistades peligrosas”, hace ya un montón de años, cuando estrenaron la película.
Un hombre de la alta sociedad en la Francia del s. XVIII que no tiene otra cosa que hacer para ocupar su tiempo que conquistar a todas las mujeres que se le ponen por delante, a veces varias a la vez, y hacer apuestas con una amiga a ver si es capaz de llevarse a la cama a tal o cual fémina en particular, cuanto más difícil pudiera parecer el reto más interés ponían en el juego.
Todas caían en sus redes, manejaba a la perfección las técnicas de la seducción, y disfrutaba con ello. Ninguna se le resistía, y a todas terminaba abandonando en cuanto se cansaba de ellas, lo cual no tardaba en suceder, dejándolas maltrechas y vacías.
Pero la apuesta que más emoción causó al vizconde de Valmont y a su extraña amiga fue la que se refirió a madame de Tourvel. Valmont estaba acostumbrado a conquistar a todo tipo de mujeres: solteras, casadas, viudas, su situación no importaba. Ninguna se comportó de forma muy diferente, pensaba que ya no había misterios para él en cuanto al alma femenina. Hasta que conoció a madame de Tourvel.
Pronto se dio cuenta de que no era como el resto de las mujeres con las que había tratado: su ingenuidad, su inocencia, su fragilidad y su temor despertaron aún más su ya exacerbado apetito sexual. Procuraba encontrarse a solas con ella, se dejaba caer por los lugares donde sabía que ella paseaba, hizo todo lo posible para hacerse imprescindible en su vida, para meterse en su cabeza y en su corazón y que ya no pudiera dejar de pensar en él y le necesitase. La seducía con delicadeza e insistencia, regalándole palabras que la halagaban, seductoras y tiernas. La hizo creer que la felicidad de él sólo podía ser cierta si ella accedía a sus deseos.
No entraba en los cálculos del vizconde de Valmont el hecho de que durante todo aquel proceso una parte de él, desconocida hasta entonces, afloraría para no desaparecer ya más: la ternura, la compasión, el amor con toda su fuerza porque era la primera vez que se enamoraba. Pero no se podía permitir el lujo de llevar algo así dentro de él.
Cuando consumó su unión con ella, ya estaba perdido sin remedio, porque nunca antes había experimentado algo así, y cuando la amiga con la que hacía sus macabras apuestas se dio cuenta y se rió de él, decidió llegar hasta el final, abandonándola como había hecho con las otras.
Durante todo ese tiempo, y mientras no estaba con ella, siguió acostándose con otras mujeres. Yo me preguntaba hace años cuando ví la película por primera vez, cómo era posible sentir un amor aparentemente tan grande por una mujer y sin embargo tener relaciones carnales con otras a la vez. Pensaba que en realidad era porque no la quería, porque se había montado su historia mental y él mismo se la creía, pero que en realidad sería siempre un egoísta que sólo buscaba satisfacer sus caprichos, sin importarle los sentimientos de los demás. ¿Cómo se podía amar a una mujer y acostarse con otras?. ¿Cómo es posible querer a alguien y disfrutar haciéndolo sufrir?. Y lo más sorprendente de todo: ¿cómo podía corresponderle ella tratándola así?, ¿cómo era capaz de amarlo de aquella manera tan limpia y pura, con una ternura y un deseo tan profundos?.
Con el tiempo he sabido que todas estas cosas son posibles. Hay hombres que se complacen atormentando a las mujeres, y a su vez se atormentan ellos mismos al hacerlo. El vizconde de Valmont improvisaba las torturas sobre la marcha, la hacía creer a ella que le había visitado en mal momento porque estaba esperando a otra mujer. Y cuando ella se desesperaba y lloraba sin consuelo, se apiadaba y se arrepentía, conmovido, como si sólo hubiera querido apretar las tuercas lo justo para que no reventaran, y entonces le descubría el engaño como si sólo se hubiera tratado de una broma. Una broma de mal gusto, desde luego.
Cuando después de abandonarla ella enfermó, a él no le importó dejarse matar en un duelo en el que tuvo que batirse debido a una de las muchas felonías que había cometido mientras vivió. Y cuando le contaron a ella, postrada en la cama, lo que había sucedido y las últimas palabras de amor que pronunció dedicadas a ella, dijo que ya era suficiente, y también se dejó morir.
Podría pensarse que este tipo de relación, más que de amor, se tratase más bien de una enfermedad. Y sin embargo, qué paradójico puede llegar a ser el corazón humano, que pudiendo ser felices nos mueve a comportarnos a veces de forma tortuosa y extraña, y a no conseguir así realizarnos plenamente. Cuántas lágrimas innecesarias, cuánto sufrimiento que no tenía por qué haber sido tal.
El vizconde de Valmont resultó ser finalmente un hombre extremo, capaz de odiar y de amar intensamente, sin término medio. Parecía un auténtico misógino, aunque quizá sólo tratase de crearse una coraza que le impidiera sentir más de la cuenta. Tomarse el amor como un simple juego siempre es mucho más divertido que dejarse invadir por él y encontrarse quizá desvalido, indefenso. Es mejor hacer daño antes de que se lo puedan hacer a él. Usaba a las mujeres, no las trataba como a seres humanos: a cada una le asignaba una función, cada una le servía para una cosa.
A mí antes este personaje me producía cierta fascinación. Ahora me parece un ser inquietante y sombrío. Qué pretendería demostrar a los demás y a sí mismo. A cierta clase de personas que tienen grandes complejos les da por creer que son dueños de las situaciones usando el mal, porque la consideran un arma poderosa y piensan que son más fuertes así, cuando es todo lo contrario. Al final sólo consiguen dar una imagen patética y ridícula de sí mismos. Se montan una mentira tras otras, y toda su vida se basa en ficciones, no hay nada auténtico en ellos.
Es evidente que una persona con una mente sana es capaz de dar y recibir amor de forma fluida y natural. Lo demás son perversiones.
Pienso que pasar por una experiencia como ésta no necesariamente tiene que acabar en tragedia, pero sí resulta complicado sobrevivir a ella sin que se le quiten a uno bastante las ganas de seguir existiendo.
Porque ahora sé que vizcondes de Valmont hay muchos, pero hombres de verdad muy pocos.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Algo personal


Se preguntaba Reverte en un artículo reciente cómo pudo hacer las maquetas de barco que tiene en su casa, “de dónde saqué la pericia precisa”, decía. “Amor, supongo”, continúa, “amor al mar, a lo que esos barcos representaban, a la historia”.
Decía que normalmente es torpe, inhábil y patoso para las manualidades. Y ésto me recordó lo que a mí me pasó cuando se casaron mi hermana y mi cuñado: quise hacerles un regalo a parte del que ya le había hecho que estuviera confeccionado por mí, algo personal que no hubiera sido comprado en una tienda. Miré los escaparates en los que había cestas de mimbre adornadas maravillosamente (carísimas por cierto), y decidí intentar hacer yo algo parecido.
Me hice con una cesta grande, redonda y de asa alta. Compré gasa transparente, tiras de raso blanco, volantes de algodón calado blanco, y una tela suave parecida a la seda de color hueso. Con esta tela forré el fondo, la gasa la cosí alrededor, y los volantes y el raso siguiendo el borde. El asa la forré con el raso.
Mi hermana me ayudó, faltaban pocos días para que se casaran. Aquello serviría para que metiera los regalos de recuerdo que iba a repartir en su boda. Ahora adorna su casa.
Yo, que no sé costura, que cuando coso un botón se cae a los dos días, que cuando zurzo un agujero se vuelve a abrir, que cuando meto un dobladillo se descose al poco tiempo, yo, que tampoco soy hábil con nada que sea manual, conseguí que aquello quedara precioso, sin haberlo hecho nunca antes y sin que nadie me dijera cómo tenía que hacerlo.
Con mi hija por su comunión hice lo mismo: conseguí una cesta grande rectangular con dos asas laterales, y le cosí alrededor unos volantes también de algodón calado blanco y tela de raso de color rosa. También sirvió para llevar los regalos de recuerdo para los invitados.
Por amor, como dice Reverte, se llevan a cabo cosas que nunca sospechamos que pudiéramos realizar, y que es difícil que volvamos a repetir, surgen cualidades que ignorábamos, saca de nosotros la ilusión, la energía y la imaginación necesarias y que de otro modo posiblemente nunca se pondrían de manifiesto.
Reverte, igual que yo, admira el trabajo de los artesanos, sea cual fuere, en un mundo en el que cada vez más predomina la fabricación industrial, el automatismo y las máquinas para hacerlo todo. “Lo singular, hermoso, útil y noble que siempre es capaz de crear, cuando se lo propone, el lado bueno del corazón humano”, escribe Reverte.
Quién sabe, igual que me ha dado por las cestas de mimbre me puede dar más adelante por otra cosa, no sé cuál será. Y es que nunca nos terminamos de conocer.

martes, 26 de agosto de 2008

Extraños compañeros de viaje


Me ha llamado mucho la atención una foto que he visto en una revista que captaba el momento en que el féretro de un soldado estadounidense, cubierto con la bandera norteamericana, era sacado por unos compañeros a través de la puerta abierta de las bodegas de un avión de pasajeros, mientras éstos contemplaban curiosos la escena desde arriba por las ventanillas.
No sabía que muertos y vivos compartieran así transporte, de modo que en el vientre del avión equipajes y ataúdes se distribuyen por igual almacenados para el viaje. Es como si las personas, cuando se nos va la vida, dejáramos de ser tales para convertirnos en objetos. Y en realidad es así, aunque nos cueste admitirlo.
Lo cual hace que me venga a la memoria unas escenas de mi última película favorita, “El pianista”, en las que un grupo de judíos es conducido y obligado a subir a los vagones del tren que los llevará a los campos de concentración. De repente, un montón de maletas y enseres personales quedan tirados por todo el andén, abandonados casi a la fuerza por las prisas y la violencia. Como ignoraban a dónde los transportaban, procuraban llevar consigo todo aquello que creían les iba a hacer falta en su nueva vida. Pero todos esos objetos carecían de utilidad en su nuevo destino, y ahora asemejaban despojos, como los restos que quedan esparcidos por todas partes después de un desastre. Qué manía lo de perseguir al pueblo judío, si siempre ha sido el pueblo elegido por Dios.
Pero más impresión me causó, si cabe, unas escenas de una película que ví hace muchos años, en blanco y negro, y cuyo título no recuerdo ya. Al principio del film se vé cómo una mujer judía vestida de novia es raptada a las puertas mismas de la iglesia donde acababa de casarse. Luego pasa el tiempo, y se ve a esa misma mujer sentada muy rígida en uno de esos vagones de tren de pasajeros que tienen sillones corridos adosados a la pared uno en frente del otro. Tiene la mirada fija en el vacío y las manos cruzadas sobre su falda. Hay un niño que durante el viaje, como está aburrido, no cesa de dar patadas a la puerta de madera y cristal que hay en lugar de la habitual ventanilla, al mismo tiempo que acciona el picaporte una y otra vez. En un momento dado, la puerta se abre y el niño cae al vacío cuando el tren marcha a toda velocidad. Todos los allí presentes saltan de sus asientos profiriendo gritos de horror y asomándose por el sitio donde ha desaparecido el infortunado muchacho. Todos, menos esa mujer. Uno de los viajeros, extrañado y sin haber salido aún de su estupor por lo sucedido, se fija en ella y, al mirarla más detenidamente, ve que en sus brazos, puestos al descubierto por las mangas de una rebeca ligeramente levantadas, están marcados los números que les graban los nazis a los judíos en los campos de concentración. Ella sigue sentada, como sin vida, rígida, la mirada perdida, el gesto sin expresión. No ve, no oye, no siente nada. El espectador, ante una de estas imágenes que valen más que mil palabras, comprende sobrecogido que esa persona ha tenido que ser testigo de cosas terribles que la han terminado insensibilizando por completo. La mente ignora la desgracia como reacción de supervivencia ante tanto sufrimiento. Superviviente, pero a qué precio.
Aquella película, que ví siendo casi una niña, me causó una honda impresión. Me empezaba a asomar en aquel momento a una parte de los horrores que afligen a la Humanidad.
Desde entonces, la sordidez que existe en el mundo no ha dejado de clavarme su espina un poco más cada vez en el alma. Pareciera que quisiera dejarme como a esa mujer, sin sensaciones, sin sentimientos.
Todos ellos son, el soldado muerto en la bodega del avión, los judíos viajando en el tren hacia la muerte, la mujer del vagón que parece importarle muy poco ya nada, todos ellos son, pues, extraños compañeros de viaje, seres que nos inspiran lástima pero también temor, porque ya no son de este mundo.

lunes, 25 de agosto de 2008

Una palabra tuya


Es curioso cómo hay cosas en la vida que uno cree perdidas y casi olvidadas, y sin embargo permanecen ahí, un poco ocultas, esperando el momento adecuado para surgir otra vez, cuando las necesitas.
Una de estas cosas es la fe, mi fe dormida, desesperanzada a veces.
Dicen que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Es cierto que los católicos somos muy dados a volver a nuestras creencias primigenias cuando las cosas se ponen difíciles, en lugar de tenerlas siempre presente. Supongo que en realidad nunca las terminamos de perder del todo, sino que forman parte de nosotros mismos sin que casi nos demos cuenta, porque están arraigadas en nosotros desde lo más remoto de nuestra infancia, como grabadas a fuego en el corazón y en el cerebro, y ya nunca nos podemos desprender de ellas.
En mi niñez me aburría ir a Misa con mis padres, lo que a su vez me provocaba una sensación de fastidio porque sólo pensarlo suponía yo que constituía en sí mismo un pecado: es un precepto, no algo que uno haga a capricho. Creía que mi fe era muy pobre cuando ni siquiera participaba con gusto de una obligación que me exigía únicamente pasar un rato en un determinado lugar una vez por semana.
La Misa era una rutina más de las muchas que por entonces tenía, aunque quizá sea también que siempre me han molestado las imposiciones, vengan de donde vengan, y más si son repetitivas.
Sin embargo, algunas veces sí conseguía disfrutar de ese momento cuando abría mis oídos y mi alma a la homilía que el padre Ignacio nos decía en nuestra parroquia. Él me administró la Primera Comunión, la confirmación y el matrimonio. Hace poco más de un año que murió ya muy mayor debido a varias dolencias, aunque nunca aparentó los años que tenía ni tampoco una salud precaria. Era un hombre de mucho carácter y firmes convicciones.
Él disfrutaba con el sermón, inteligente y contundente, adaptado al momento que se tratara. Era algo exaltado, tendía a levantar la voz muchas veces, y en una ocasión hasta se le quebró la voz y lloró brevemente a propósito de alguna noticia de actualidad en la que hubiera basado su prédica, y que le provocaba angustia e indignación, rehaciéndose luego a duras penas.
Se lo tomaba todo muy a pecho. Sus intervenciones no solían durar mucho para no alargar demasiado la Misa. El resto de la liturgia transcurría deprisa, pues esa rutina le debía cansar incluso a él mismo, por lo que decía sus frases muy rápido y como si se quedara sin aliento, y casi no esperaba a que su auditorio terminara de contestar cuando ya empezaba con la siguiente frase.
Ahora he retomado la costumbre de ir a Misa, ya que cuando están mis hijos no quieren venir conmigo porque dicen que se aburren, no he conseguido desgraciadamente inculcarles un poco de fe, una mínimas creencias. A Miguel Ángel le parece absurda la liturgia, el repetir siempre lo mismo, y el conjunto de símbolos y ritos que la acompañan. No se da cuenta que la vida está llena de rituales, y que precisamente los sagrados son los que contribuyen a dar otra dimensión a nuestra existencia. Ana sin embargo sí tiene algún sentimiento religioso, y guarda en su habitación alguna estampa, medallita o figura de la Virgen de la Antigüa, la patrona del pueblo de su padre, y que le dio su abuela paterna cuando vivía. Aunque en su caso se trate seguramente de un talismán, objetos que procuran protección contra males y demonios latentes e imprevisibles.
Mucha gente, sobre todo las personas mayores, basa sus creencias y la práctica de nuestra religión en imágenes y reliquias. No es muy distinto de las confesiones politeístas, que fundamentaban el culto a muchos dioses usando elementos de la Naturaleza como representaciones palpables de sus deidades.
Pero nada más lejos de la verdadera fe, según creo yo: las creencias religiosas van con frecuencia aparejadas a lo iconoclasta, pero no son inherentes a ellas. Sería pura idolatría, o fetichismo.
Últimamente acudo a una iglesia que, para estar tan cerca de donde vivo, casi no he visitado nunca. Es antigua y pequeña, aunque tiene elementos que la hacen parecer moderna, como el hecho de que en lugar de altar haya una gran mesa cubierta con un precioso mantel blanco de hilo, y varios cirios encendidos, que conmemoran el lugar en el que Jesús celebró la Última Cena, y que el sacerdote se acerca a besar antes de comenzar la Misa. Parece un hombre que habla con sensatez y mucha tranquilidad, y la repetición de las frases que acompañan a la liturgia, lejos de producirme tedio como antaño, me reconfortan. Será como en las religiones budistas, que consiguen alcanzar la esencia del verdadero yo y la paz anímica recitando una y otra vez los mantras. Los cantos que entonan con voces muy bonitas las mujeres mayores son un placer para el oído y el espíritu.
La Misa tiene para mí ahora un nuevo significado, visto con los ojos de alguien que ya ha vivido unos años y que ha acumulado experiencias lo bastante negativas a veces como para necesitar un lugar donde hallar sosiego y si cabe un poco de redención. Dios sabe lo mucho que me he alejado de Él en los últimos años, aunque nunca le perdí de vista, ni Él a mí tampoco. Sabe también que las cosas que pude hacer en el pasado que no fueron buenas no las hice con mala intención, sino sólo buscando ser feliz y sentirme viva. Yo no podía aguantar una vida vacía, triste y sin sentido como la que llevaba. No me siento como el cordero que está dispuesto para el sacrificio, no soy como Él.
Nuestra religión nos impide a los católicos dar solución a problemas graves que suceden en la vida, sus sacramentos, una vez que se toman, son demoledores, aplastantes, no permiten rectificar para emprender un nuevo camino. Cuántos infiernos innecesarios, para qué.
Ponía Eduardo Mendoza en boca de un ciudadano romano en el último libro que ha publicado, una visión muy curiosa y humorística de los cristianos que no tiene desperdicio: “Cada vez que la suerte les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado, bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias [....]. En la actualidad el cuerpo jurídico constituye un galimatías tan inextricable y minucioso que es imposible no incurrir en falta continuamente. Debido a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales”.
Yo quiero seguir formando parte de la comunidad cristiana, pese a las circunstancias, lo necesito, es parte de mí, siempre lo ha sido. No deseo verme nunca excluída. Me hace muy feliz saber que esto puede ser así.
Mi fe no es inconmovible ni ciega, pero ahí está.
Señor, con una palabra tuya bastará para sanarme. Acéptame como soy, Tú ya sabías cómo era yo antes que yo misma.
Una palabra tuya.

viernes, 22 de agosto de 2008

Billy Wilder y sus actores


Escuchando hace poco una larga entrevista que le hicieron a Billy Wilder para la televisión, me maravillaba de la locuacidad tan enorme de un hombre ya bastante mayor y tan aparentemente insignificante, pero que con su quehacer como director de cine ha dejado una huella imborrable en el imaginario social contemporáneo.
Hablaba de sus propias experiencias vitales, desde sus comienzos cuando era guionista, hasta ese momento. Pudo conocer de primera mano a todos los grandes artistas del mundo del celuloide durante varias décadas, y sabía cosas de ellos que no aparecen en las biografías oficiales.
De Marilyn Monroe dijo que era un puro caos: tan pronto decía a la perfección todas las frases de un guión de ocho páginas, como se bloqueaba con una sola frase. Podía llegar hora y media tarde al rodaje y decir simplemente que es que no encontraba el estudio. “Pero si llevas seis años contratada”, le dijo Wilder una vez. Era inútil.
Según él, era una persona llena de demonios interiores, y se movía acompañada de un ejército de médicos e hipnotizadores. Sin embargo, nadie como ella para entender la comicidad de un diálogo y saberlo interpretar, nadie como ella para mostrar ternura y sensualidad.
De Marlene Dietrich no habló demasiado bien, insinuando que era muy masculina. Estaba molesto con ella porque en alguna ocasión había querido ir a visitarla a su casa y le había dado todo tipo de excusas para que no fuera, como si no le apeteciera verlo en absoluto.
Gloria Swanson tenía cierta tendencia a sobreactuar, pues provenía del cine mudo, en el que todo lo tenías que transmitir sin palabras, sólo con gestos. Quiso hacerle primero una audición, algo que podía haber sido insultante para una artista consagrada como ella, pero accedió inmediatamente. Wilder admiraba su forma de actuar, heredada de los tiempos en que no existía el sonoro, un estilo que muy pocos habían logrado aprender y muy pocos supieron llevar a la práctica, y que pertenecía a una escuela que ya había desaparecido.
Gary Cooper era, según Wilder, un hombre muy elegante tanto en su aspecto externo como en sus maneras. Las mujeres lo adoraban porque sabía sacar de ellas sus más íntimas preocupaciones, las escuchaba con absoluto interés. Cuando te miraba, parecía estar siempre abstraído, como en otra parte.
Jack Lemmon fue un tipo muy serio en su trabajo, se exigía mucho a sí mismo, quería llegar a la perfección. Cuando rodó “Con faldas y a lo loco”, y ya disfrazado de mujer, tuvo que convencer y casi sacar a rastras a su compañero de reparto, Tony Curtis, que se había disfrazado también y, encerrado en su camerino, se negaba a salir por la vergüenza que sentía viéndose de esa guisa. Eran actores y personas muy distintas, pero funcionaban bien juntos.
William Holden estaba dedicado a las causas benéficas y era aficionado a los safaris por África y a hacer viajes a lugares exóticos y peligrosos. Tenía un enorme talento que estropeaba por su afición a la bebida, algo que causó el accidente que le costó la vida. “Podía pensar que William Holden moriría un día en alguno de esos viajes a los que tan aficionado era, pero no por caer y golpearse la cabeza con una mesilla de noche”.
A Audrey Hepburn la admiraba por su profesionalidad: sabía lo que costaba para una película tener que repetir muchas veces una escena. Consciente y muy responsable en su trabajo, facilitaba la labor del director. Tan sólo alguna vez, cuando estaba muy cansada, decía: “Me duele la cabeza. ¿Podemos dejarlo ya?”.
La lista de experiencias y vivencias que Billy Wilder tuvo con sus actores sería interminable. Él siempre disfrutó mucho haciendo su trabajo, tenía una aguda mirada, un ingenio despierto y mordaz, aunque como hombre inteligente y vividor que era, daba una de cal y otra de arena, muy realista con las posibilidades de sus actores, sabía lo que podía pedir y hasta dónde.
Se divertía enormemente escribiendo los diálogos cómicos de sus películas más divertidas, diálogos disparatados e hilarantes, y se apasionaba también con los guiones de sus films más dramáticos.
Hombre polifacético, decía que el cine debía servir para descubrir a la gente cosas que ignoraba, para hacerle pensar, y olvidar sus propias preocupaciones. Si eso se conseguía, el esfuerzo había merecido la pena.

jueves, 21 de agosto de 2008

Olimpiadas




Una vez más se celebran los Juegos Olímpicos y acaparan la atención mundial con una sucesiva colección de imágenes que parecen repetirse con cada nueva edición, y que sin embargo nos sigue produciendo la misma emoción da igual el tiempo que pase.
Este año, con tanta tecnología visual, parece que eres tú también quien está corriendo cuando las cámaras siguen la trayectoria de las carreras a la misma altura del participante y a su velocidad. No se escapa detalle ninguno: la musculatura de muslos y piernas, la tensión de todo el cuerpo, el sufrimiento de los rostros por el descomunal esfuerzo realizado... Podría decirse que se asemejan a los felinos que en la sabana africana ponen al límite su capacidad para correr a la máxima velocidad y así alcanzar su presa.
Cada deporte desarrolla una parte del cuerpo. Me causa admiración contemplar los físicos fibrosos, sin un solo gramo de grasa.
Muchas atletas, cuando enfocan su cara en los primeros planos, se les puede ver los ojos un poco lacrimosos, por la emoción del momento. Otras muestran tensión y preocupación.
Contrasta en la línea de salida tantas razas diferentes juntas, cada una con sus rasgos físicos característicos.
Me ha llamado la atención una atleta árabe, que llevaba una especie de tela elástica blanca que le cubría cabeza, cuello, hombros y escote, además de vestir unas mallas en lugar del habitual pantalón corto.
He visto a Usain Bolt en la carrera de 200 m. masculina, batiendo el récord mundial. Lo celebraba tumbándose boca arriba en el suelo con los brazos extendidos en señal de victoria. “Este hombre no es de este planeta”, dijo el comentarista de televisión entusiasmado después de celebrarlo con un prolongado grito. Los atletas jamaicanos superan con diferencia al resto de competidores.
Me impresionó la caída de la atleta española en la carrera de obstáculos, cuando no debía quedarle mucho para llegar a la meta. No sé cómo no se partió el cuello. Luego casi no podía levantarse, y cuando lo hizo se tambaleaba y tuvieron que sujetarla, mientras se apreciaba la extenuación en su rostro. Dicen que no es bueno interrumpir bruscamente un esfuerzo físico prolongado.
Magnífica la actuación del atleta chino que ha sido oro en los ejercicios de suelo, siendo plata España con Gervasio Deferr. La destreza, la velocidad con que los ejecutó, hace que parezcan muy sencillos, cuando en realidad requieren un entrenamiento y un dominio del cuerpo que muy pocos logran conseguir.
La resistencia de los corredores de fondo africanos se repite invariablemente en todas las olimpiadas, no tienen rival. Cómo procuran mantener un ritmo constante, reservando sus fuerzas para el sprint final.
Y el esfuerzo descomunal que hay que hacer en el salto de pértiga, cuando con un enorme impulso hay que proyectar todo el cuerpo hacia arriba y quedar cabeza abajo en el aire para volar por encima del obstáculo.
Lo que más me molesta es la manía de los locutores de televisión de entrevistar a los deportistas cuando acaban de realizar una prueba, sudando a chorros como están y casi sin aliento. No les dan tregua, no tienen consideración.
De las olimpiadas de hace años recuerdo a Florence Griffith, que puso de moda las ropas deportivas de colores chillones y diseños originales, así como el maquillaje y los abalorios llamativos, en un intento por parecer atractiva y no renunciar a su feminidad, rompiendo así con la costumbre general de las deportistas de mostrar una imagen sobria, sólo centradas en su trabajo. Al fin y al cabo se trata de un espectáculo y todos quieren dar lo mejor de sí mismos en todos los aspectos. Hoy en día son muchos los que prestan su poderoso físico para el mundo de la publicidad.
La suerte de Florence Griffith años después no fue buena, pues no hace mucho que murió siendo aún joven, dicen que por las secuelas que el doping dejó en su corazón, y de lo que en su momento no se habló.
De todas formas es raro el deportista al que no le quedan lesiones, después de muchos años poniendo al límite esa máquina en absoluto perfecta que es nuestro cuerpo.
La filosofía de unas Olimpiadas y la que deberían tener los deportistas en cada intervención que llevan a cabo es, no tanto superar al contrincante como superarse a sí mismos. El ser humano no quiere reconocer límites a su resistencia física, y yo creo que sí los hay. Los que pretenden rebasarlos usando sustancias artificiales se engañan a sí mismos. Se trata de demostrar y demostrarse la propia valía.
En eso debe consistir la deportividad, el deportista que respeta las reglas, que realiza un juego sano, limpio. Es como si se invistieran de nobleza, de fuerza de espíritu además de fortaleza física. Hoy en día, cuando lo que impera es la competitividad llevada a su máximo extremo, el “lo importante es participar” parece que no tiene mucho eco entre los olímpicos.
Poco tienen que ver las Olimpiadas actuales con las primigenias en Atenas, en las que los atletas participaban desnudos y el premio consistía en una corona de laurel colocada sobre sus cabezas. Decimos ahora de lo duro de los entrenamientos, pero los espartanos en su momento fueron famosos por el excesivo rigor e incluso crueldad con que los llevaban a cabo, y por lo estricto y austero de su vida en general.
Aún recuerdo con horror una maratón de 5 kms. que corrí en el último año del colegio, sin entrenamiento ninguno. Qué mal lo pasé, creí que echaba el corazón por la boca. Sin embargo, en el tercer año del instituto el profesor de gimnasia nos llevaba a hacer footing a un parque cercano y llegué a pasar la hora de clase sin acusar el cansancio, siendo capaz de hablar con el compañero que tuviera al lado y correr al mismo tiempo sin faltarme el aliento.
Al ver a los participantes que son premiados en estas Olimpiadas de Pekín, la emoción del pódium y las medallas, la recompensa final a años de denonado trabajo y sacrificio, me viene a la memoria cuando de niña tenía pegados en la parte interior de las puertas del armario de mi habitación unos cromos adhesivos con momentos culminantes de las olimpiadas. Llena de orgullo y satisfacción la contemplación del éxito ajeno, la belleza de esas ocasiones en las que otras personas dan lo mejor de sí mismas y, echando los restos, logran alcanzar la cima de la gloria. Pareciera que nosotros estamos con ellos, que podemos ser capaces de un triunfo semejante y llegar también a ese éxtasis, al delirio, algo que tiene que acompañar para el resto de la vida como un tesoro de valor incalculable. Es como si sólo por llegar a ese punto hubiera merecido la pena vivir.
Mi más absoluta admiración para los atletas paralímpicos.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El pianista


Ha compuesto Adrien Brody en “El pianista” un personaje protagonista absolutamente conmovedor, lleno de sensibilidad y emotividad. Ayudó mucho el semblante melancólico que tiene el propio Brody. Las penurias por las que tiene que pasar en la Alemania nazi durante la 2ª Guerra Mundial siendo judío, se ven reflejadas en su aspecto físico como si el propio actor se viera sometido a ellas: los pómulos hundidos por el hambre, el frío (la nariz roja con el agüilla mucosa cayéndole durante uno de los diálogos, eso seguro que no estaba en el guión), el miedo en los ojos y en el encogimiento casi constante de su cuerpo. O el vaho que sale de su boca y de la nariz cuando está tocando el piano a petición del oficial alemán que descubre su escondrijo, ese aliento visto a contraluz por el frío helador que hay en el ambiente y que no consigue agarrotar sus manos para tocar, que es como el último aliento de vida, una vida a la que se aferra ya casi sin fuerzas. Impresiona esa escena por el pesar que refleja en su cara, y por el sentimiento con que interpreta la melodía.
También cuando llora, con sollozos de hombre que no sabe por qué están sucediendo esas cosas, sobrepasado por las circunstancias, impotente, derrotado y desesperado, intentando sobrevivir. El llanto también cuando acaba todo, por las heridas que quedan en el alma.
Y sin embargo, cuánta dulzura transmite este personaje, cuánta bondad, cuánta falta de rencor o de ira a pesar de todo el daño sufrido, del abandono, de la soledad, de la angustia. Un espíritu pacífico en medio de la guerra.
Adrien Brody refleja a la perfección y sin necesidad de palabras todos esos estados de ánimo, todo el proceso físico y mental por el que pasa el protagonista, una peripecia vital intensa y sobrecogedora.
Al final nos creemos que es de verdad el pianista, que sólo era eso, que siempre será eso en realidad, un pianista.
Impresionante la ciudad de Varsovia en llamas de noche, con el fulgor de los incendios entrando por la ventana de la casa donde se esconde el protagonista. También la imagen en la que aparece devastada, con el pianista caminando entre tanta desolación tan pequeño e indefenso, y que sería el cartel publicitario de la película.
Magnífico Adrien Brody.

martes, 19 de agosto de 2008

Somos de mar




Me pregunto cómo sería ir a la playa a finales del s. XIX. Me encantan esas fotos en las que se ve a los bañistas cubriendo sus cuerpos muy púdicamente con trajes de baño que apenas dejaban ver brazos, piernas y escote. Aunque son imágenes elegantes y bonitas, reconozco que debía ser un engorro tenerse que meter en el mar tan vestidos. Los hombres con sombrero de paja, las mujeres con sombrilla para protegerse del sol, los niños con traje de marinerito, jugando con cubos de metal, las casetas para cambiarse, las sillas de tijeras, la soga que salía del mar para que los bañistas se agarrasen si las aguas estaban un poco más movidas de lo normal ....
Nada que ver con lo que es la playa en la actualidad: trajes de baño minúsculos, sombrillas tamaño familiar, cubos de plástico.... No sólo ha cambiado el paisaje natural, sino también el paisaje humano: niños que corren y chillan sin parar, las parejas de enamorados entrelazadas y besándose en el agua donde ya se pierde pie, los mariquitas que juegan a ver quién se sube primero en la balsa hinchable rosa para dejarse mecer por las olas, los grupos de chicos y chicas metiendo mucho ruido, los grupos de matrimonios, ellas con todas sus joyas encima.... Y los conocidos de siempre, que se acercan a charlar un rato y como tienes que salir de la sombrilla consiguen que te quemes lo que todavía no te habías terminado de quemar.
Qué reconfortante es tumbarse bajo la sombrilla, entre sol y sombra, un día de esos en que la brisa no deja de correr y no se siente calor, mientras se escucha el murmullo constante del agua que llega a la orilla. Levantar la vista y ver el cielo tan azul y alguna pequeña nube muy blanca flotando. Cuántas paz. Incluso yo que no me quedo dormida en cualquier parte, soy capaz de dormirme allí.
Qué gozada nadar hasta donde el mar se oscurece por las algas, alejada de la playa y del ruido, con muchos metros de agua bajo mis pies, el agua transparente, los peces nadando cerca de mí, flotar en aguas tranquilas y limpias, con la única compañía de las gaviotas que vuelan muy próximas para posarse en alguna boya cercana. Las montañas a lo lejos, algunas veces cubiertas las cimas por nubes tormentosas, parece que se pueden tocar con la mano.
Es distinta la playa según el lugar en el que estemos. El mar en el norte no se percibe igual que en otras partes, no se nota en el ambiente, no se percibe su olor. También depende de la época del año. Las olas llegan de otra manera, la arena está siempre mojada y más parece barro que otra cosa.
El mar es la inmensa bañera del mundo, el lugar de donde dicen procedemos. De agua estamos hechos. Somos de mar.

lunes, 18 de agosto de 2008

En honor a la verdad (II)


- Hace poco que mi padre ha aprendido a sonreir. Siempre tuvo la boca muy mal, y cuando reía, para que no se le vieran los dientes, se colocaba la mano delante y hacía como si se atusara el bigote, en un gesto muy característico suyo. Cuando le pusieron la dentadura postiza, la enfermera le acercó un espejo y le dijo que sonriera abiertamente, para comprobar el efecto que hacía. Mi padre, azorado, dijo que no lo había hecho nunca y que no sabía cómo hacerlo. Se debieron quedar estupefactos. Después de varios ensayos, consiguió algo. Ahora se me hace muy raro cuando veo asomar sus dientes tan blancos y perfectos recién estrenados, no me parece él. Pero bueno, más vale tarde que nunca, o eso dicen.

- Hay que ver Mel Gibson cuando se pone a dirigir películas, lo sangriento que puede llegar a resultar. Tanto cuando hizo “La pasión de Cristo”, como ésta última que he visto, “Apocalypto”, me dejan muy impresionada. Nunca pensé que un hombre como éste, que siempre ha dado una imagen tan frívola, interpretando como actor papeles desenfadados y casi cómicos, pudiera ser capaz de contar cosas desde un punto de vista tan personal, inquietante y original. Combina inteligencia y sensibilidad, y refleja la realidad muy crudamente, sin tapujos. Por la violencia que refleja en estos films, se podría pensar que a Mel Gibson le han quedado secuelas de cuando interpretaba al protagonista de la serie de películas de “Mad Max” que tanta fama le dieron, y que tanto él aborreció mientras las estaba haciendo. Quizá sea que simplemente hace un cine en absoluto comercial, con una enorme plasticidad en imágenes, un ritmo narrativo muy interesante, y un desarrollo de los acontecimientos muchas veces inesperado. Desde luego no deja indiferente. Esperamos impacientes su siguiente película, si la va a haber. Estamos intrigados.

jueves, 14 de agosto de 2008

Algunos hombres buenos


Tengo la fortuna de contar entre las personas más allegadas a mí a uno de los hombres más buenos que he conocido nunca: mi cuñado Ángel.
Él lleva media vida formando parte de mi entorno. Hace 22 años, cuando lo conoció mi hermana, era un chico guapo, moreno, de grandes ojos oscuros, sonrisa dulce y mirada aterciopelada. Yo tenía miedo por ella, pues acababa de salir de una relación anterior breve y muy lamentable, y creía que se estaba precipitando. Pero, afortunadamente, me equivoqué.
Entre ellos hubo enseguida un total entendimiento en todos los terrenos de la vida. Al conocer a mi hermana, que por entonces estaba en la Universidad, decidió terminar sus estudios, movido por un afán de superación que ya no le ha abandonado nunca.
Durante varios años se pluriempleó para poder ahorrar y casarse. Hubo una época en que casi no le dejaba horas al sueño. Por entonces era muy joven y estaba lleno de energía.
Cuando hace cinco años y medio le diagnosticaron su enfermedad, Crohn, que él ya presentía por varios antecedentes familiares suyos, se negó a aceptarlo. Además en el hospital cometieron varios errores con él que casi le llevan al otro mundo. Cuánto dolor ví en su cara, cuánto sufrimiento silencioso y finalmente resignado. Las pruebas que le hicieron eran sumamente desagradables, aunque le consolaron diciendo que el suyo no era uno de los casos más graves.
Hace dos años él y mi hermana se casaron, junto al mar, en el lugar donde solemos pasar las vacaciones. Mis padres y mi hermana se fueron al hotel donde se celebraría el banquete para que ella se vistiera, y mis hijos, mi ex marido y yo nos quedamos con él en el apartamento para prepararnos. Ángel parecía muy tranquilo, se vistió despacio con un traje claro y una corbata preciosa que contrastaba con el moreno de su piel. Sin duda saboreaba ese momento largamente esperado, después de muchos años de noviazgo. Su familia, que siempre fue muy despegada, no estuvo con él en esa ocasión tan puntual, y prefirieron quedarse donde se alojaban, por lo que contó con nosotros para darle nuestra opinión sobre su aspecto: estaba imponente.
La ceremonia, breve y sencilla, con mis hijos llevando arras y anillos y vestidos como dos angelitos caídos del cielo (todos se quedaron prendados con ellos, y el vestido que llevó Ana es uno de los más bonitos que he visto nunca para una niña), fue muy especial, y cerraba para ellos toda una etapa llena de buenos y malos momentos, como en cualquier relación de pareja cuando dura mucho tiempo. Viéndolos a los dos tan guapos, mi hermana con un vestido que escogió para la ocasión con un gusto exquisito, me embargó la emoción, y tuve la íntima convicción de que aquel sería un matrimonio para siempre, arrastrando yo como arrastraba los restos del mío, que naufragaba definitivamente por entonces, con un marido que no compartió mi alegría como no compartió realmente nada conmigo, sentado lejos de mí y de nuestros hijos tanto en la iglesia como en el banquete.
Desde que cayó enfermo la primera vez, Ángel tiene todos los años dos épocas malas, lo que ha ido haciendo mella en su cuerpo: ahora está más delgado que nunca (siempre lo ha sido), y parece como si en poco tiempo le hubieran caído muchos años encima.
Este verano en la playa, y no encontrándose bien, sentí una tristeza enorme cuando ví que una ola tan sólo un poco más fuerte de lo habitual casi le tira al suelo estando en la orilla. Le fallan las fuerzas, parece a veces tan frágil. No así su espíritu, sólo quebrantado de vez en cuando por la lógica desesperación.
Aunque la falta de salud suele agriar el carácter de la gente, él, salvo por una cierta melancolía que asoma a sus ojos, no se ha dejado vencer y no ha hecho sino crecer como ser humano a lo largo del tiempo, es cada vez más bueno y paciente. Una persona que no quería tomar una pastilla ni para un dolor de cabeza, tiene que tomar a diario un verdadero arsenal de medicamentos, muy a su pesar.
Ángel, mi cuñado, es para mí mi hermano, ese hermano un poco mayor que nunca llegué a tener. “Mi padre secreto”, le llamaba mi hijo hace algún tiempo.
Si consigue ser padre, como es la intención que tienen últimamente mi hermana y él, será el mejor padre del mundo: paciente, tierno, juguetón, un niño más. Como esposo no se queda atrás: aprendió a cocinar porque quiso y se ocupa de su casa y de todo lo que lleva consigo al 50% con mi hermana.
En el trabajo es serio y muy diligente. Ahora le han hecho encargado de todo un departamento, aunque él protesta porque dice que eso luego no se traduce en el sueldo. Tiene una compañera a la que le falta poco para jubilarse, que como lo ve tan delgado cree que se tiene que alimentar más y siempre le está trayendo comida de su casa. Lo trata como si fuera un hijo.
Por ser como es, y por aguantar tantos años a mi familia, que también tiene lo suyo, y de la que por supuesto formará parte ya para siempre, es por lo que merece mi admiración, mi cariño y mi respeto. Él sabe que yo lo quiero mucho, y yo sé que él a mí también.
Ángel está incluido en ese reducido grupo de “algunos hombres buenos” de los que cada vez quedan menos. Uno de los hombres más buenos de todos cuantos he conocido.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Michael




Quién le iba a decir a aquel niño que triunfaba en el mundo de la música cantando y bailando junto con sus cuatro hermanos lo que sería después su carrera profesional.
Mucho se ha escrito sobre Michael Jackson, su persona se ha visto sometida al juicio implacable del público durante toda su vida, como le ocurre a tantas otras celebridades. Pero el suyo es un caso especialmente sangrante.
Él mismo ha contado en alguna ocasión cómo su padre les hacía trabajar sin descanso para el grupo, entre giras interminables y grabación de discos, y para ello empleaba la violencia física y verbal sin contemplaciones.
Michael no tuvo una verdadera infancia, y decía sentir envidia de los niños que veía jugando cuando pasaba cerca de algún parque. Su progenitor quería explotar al máximo la mina de oro en que parecía haberse convertido su numerosa prole, a costa de lo que fuera.
Michael destacó siempre de entre todos ellos por su belleza, su dulzura y su alegría. Se le notaba que disfrutaba con el baile y la música, y pronto se vió que gozaba de un talento especial para moverse en el escenario y llegar al público.
Según se fue haciendo mayor, y al iniciar su carrera en solitario, la transformación voluntaria de su cuerpo no tardó en llegar: ya con el bombazo a nivel mundial de su álbum “Thriller”, que le llegó siendo aún muy joven, se podía apreciar que la cirugía plástica había empezado a hacer estragos en su cara.
Michael no se quería tal cual era, a pesar de que el gran público lo adoraba. El hombre extremadamente inseguro en que se había convertido, sin duda por las enormes carencias afectivas acumuladas desde su niñez, no quería ser negro, ni hombre, ni mayor. Inició un tratamiento que poco a poco iba decolorando su piel, aunque él siempre dijo que se debía a una rara afección.
Mientras, se hizo practicar todo tipo de cambios en su rostro: su nariz actualmente ha quedado reducida a dos simples orificios, los ojos, los pómulos.... Nada queda del Michael de belleza fresca y vital, sugerente y natural de hace unos años.
A raíz de las acusaciones de que fue objeto como supuesto abusador sexual de menores en el particular parque de atracciones que hizo construir en su casa, se le podía ver acudiendo a las sesiones del juicio visiblemente desmejorado, adquiriendo su mirada tintes de tristeza y hasta de locura.
En un reportaje que ví en televisión hace bastante tiempo, se mostraba a un Michael caprichoso y a veces tiránico, que acudía a las tiendas a comprar todo lo que veía a su paso, en cantidades industriales, cosas que seguramente no le hacían ninguna falta, gastando sumas millonarias. Rodeado por una nube de guardaespaldas y asesores que le manipulaban, se apreciaba que es un hombre que está acompañado por mucha gente que se arrima a él por interés, pero que en realidad tiene una gran soledad.
Las imágenes lamentables de la exhibición de sus hijos cuando apenas tenían unos meses, suspendidos en el vacío fuera de una ventana, para enseñarlos a los fans y a la prensa, dieron la vuelta al mundo y no hicieron sino aumentar los rumores sobre su delicado estado de salud mental.
Y sin embargo, pese a la transformación tan grande que ha sufrido a lo largo de los años, no puedo dejar de recordar las maravillosas canciones y coreografías que nos ha dejado para la posteridad, un derroche de trabajo personal y esfuerzo creativo que le valió en su momento la categoría de genio. Nadie nunca antes había inventado ese estilo de baile, esa manera de cantar tan suave, armoniosa y envolvente, potente en los registros más altos.
Sus pequeños gritos a modo de aullidos, la forma de levantar una pierna, doblándola en el aire para terminar girando todo el cuerpo, la costumbre de restregarse la mano por sus partes según en qué momentos de sus canciones, el paso atrás sucesivo dando golpes secos con las piernas y medio arrastrando los pies, o el paso en el que se queda sobre las puntas de los pies con las piernas medio flexionadas, todo ello supuso una novedad que ha sido mil veces imitada, así como su forma de vestir. En el escenario parece como sacudido por descargas eléctricas, es pura energía.
¿Dónde está ahora aquel Michael Jackson encantador que cautivaba a las masas, un hombre dulce, de maneras sencillas y gran timidez que parecía necesitar protección a cada instante?.
Ese monstruo que es el “star system” se lo tragó, como a tantas otras estrellas, y sólo ha dejado de él los restos de lo que fue un ser humano, la pálida sombra de un hombre que parecía haber nacido para triunfar y ser feliz, y ahora vive un infierno de fobias y desequilibrios que posiblemente le impidan llegar a mayor.
Aunque ya no se puede dar marcha atrás, yo quisiera poder detener la máquina del tiempo en aquel punto en que la situación empezó a torcerse, y rescatar a aquel Michael que nos hacía vibrar, dándole toda la confianza y el afecto que sin duda merecía y nunca llegó a tener. Porque aunque su carrera iniciara ya el declive como sucede con la mayoría por el desgaste de los años, que al menos él tuviera los recursos personales suficientes para hacer frente a una nueva vida, y así poder disfrutar del mundo de la música desde otras facetas y seguir cosechando éxitos.
Pues Michael es eso en realidad, pura música.
Quisiera que pudiera recuperar el brillo y la alegría que sus enormes ojos tuvieron antaño.

lunes, 11 de agosto de 2008

Iruña


Iruña es el restaurante al que solía ir con mi familia cada vez que había que celebrar algo, hasta que ahora en verano ha tenido que cerrar por unas obras de rehabilitación en el edificio donde está situado.
Durante los casi 20 años que hace que lo conozco, ha permanecido prácticamente inalterable: la misma decoración en tonos verde claro envejecido, los sillones adosados a las paredes con respaldos altos y telas acolchadas de color vino tinto, un piano en un rincón adornado con un gran centro de flores frescas, la tarima crujiente del suelo, la barra del bar tan larga y elegante a la entrada.... Algún cuadro y muchas fotografías que el dueño se ha ido haciendo con personajes famosos a lo largo de los años y dedicadas por ellos, adornan las paredes aquí y allá. En los servicios siempre un gran jarrón con flores preciosas, y al fondo un reservado al que va a dar también la cocina. Solía haber una música suave de fondo.
El maitre era el encargado de llevar el negocio, y su mujer, cuyas manos para preparar comida Dios tenga siempre en su gloria, era la cocinera.
El restaurante tenía un aire un poco decadente que me encantaba. Podías encontrar en su carta todo tipo de platos, preparados con absoluta exquisitez: las bechameles tan suaves que cubrían los canelones, la carne sabrosísima, la crema de cangrejo deliciosa, los volovanes rellenos de champiñón crujientes y en su punto.... Nosotros solíamos pedir paella, y debía ser la especialidad de la casa porque solía haber un ir y venir de paelleras, que colocaban a parte en una mesita supletoria, desde donde iban sirviendo los platos.
Mis hijos tuvieron predilección durante una época por lo que allí llamaban “plato navarro”, que no era otra cosa que queso y embutidos variados, todos de 1ª calidad. A mi hijo, que nunca quiere comer jamón serrano, sólo consentía comerlo cuando íbamos allí, y por muy bueno que fuera el que yo compraba para casa nunca lo quiso.
Últimamente mi hija tenía verdadera afición por el entrecotte, del que no le importaba repetir. Los helados eran el postre preferido de ellos, y la verdad es que parecían pura crema de leche.
Muchas cosas dejé de probar porque solíamos pedir el menú del día, y era un poco limitado, pero todo lo que allí se degustaba era una celebración para los sentidos.
El maitre tuvo siempre el mismo aspecto a lo largo del mucho tiempo que lo conocí: extremadamente delgado, la cara angulosa, el pelo un rubio ceniza y muy fino peinado un poco anticuadamente con la raya a un lado. Era sumamente serio y ceremonioso, caminaba con la espalda un poco cargada y solía hacer muchas reverencias. Siempre pareció mucho mayor de lo que era. A mí me ponía nerviosa porque le temblaban mucho las manos cuando llegaba o se marchaba con los platos, y parecía que de un momento a otro se le iban a caer con gran estruendo. Trabajaba como el que más, aunque tenía contratados varios camareros. Su frente estaba siempre perlada por unas pequeñas gotitas de sudor, no tanto por el esfuerzo que realizaba como también por lo nervioso que era. Solía hablar poco, siempre enfrascado en su trabajo, pero atendía aquí y allá pequeñas conversaciones de los clientes habituales en las que escuchaba con una leve sonrisa y la mirada baja, y asentía más que hablaba, a modo de confidente. Me parecía a mí que en la antigua corte de algún rey bien podría haber sido un perfecto asesor, un hombre de mucha confianza en el que depositar no sólo los asuntos de Estado sino también asuntos privados. Mi ex marido lo tenía en gran estima, y era una de las pocas personas con las que le gustaba charlar largamente. Cuando al separarnos dejó de verlo, nunca me preguntó al respecto, haciendo gala de una gran discreción.
La última vez que hablé con él, a raíz de una comida a la que nos invitó un compañero de trabajo que celebraba su cumpleaños y que también era asiduo del local, se lamentaba de lo que suponía el cierre del restaurante, no sólo a nivel personal sino para la clientela, un lugar donde se comía y podías asistir a pequeños conciertos de piano por la noche, y donde también había tertulias en las que participaban destacadas personalidades del mundo de la cultura y la política.
Ahora nos afanamos por encontrar otro sitio en el que celebrar nuestras cosas, pero va a ser difícil dar con un restaurante en donde la comida y el ambiente sean tan exquisitos, y los precios tan asequibles. Andamos perdidos sin tener nada lo bastante delicioso que yantar, aunque como se suele decir el Señor proveerá.

viernes, 8 de agosto de 2008

Patch Adams


Patch Adams sintió que el mundo de la Medicina podría ser su mundo cuando, a raíz de ser ingresado en un centro psiquiátrico con una profunda depresión y un intento de suicidio, descubre que su propia mejoría como paciente se debe a la ayuda que él empieza a prestarle a los demás enfermos, que pese a su aparente locura le transmiten en ocasiones una forma de ver la vida muy particular y no exenta de autenticidad. “Si miras fijamente a un punto verás que no tarda en desenfocarse la imagen. A veces no es lo que ves sino cómo lo ves”, le dijo uno de ellos.
A su compañero de habitación le ayudó a superar alguna de sus crisis cuando, presa del pánico, se atrincheraba detrás de su cama diciendo que un montón de bichos habían aparecido y se acercaban a él para hacerle daño. Patch simuló una batalla en la que los dos disparaban bazokas y metralletas e iban acabando uno a uno con todos los intrusos, momento que aprovechó el compañero para salir corriendo al servicio, que era en realidad lo único que quería hacer.
Ya en la facultad se distinguió del resto por su locuacidad, su forma distinta de ver las cosas y su peculiar sentido del humor. Se saltaba todas las normas: a los alumnos no se les permitía ver pacientes hasta el tercer curso, pero él desde el primer año se colaba en los grupos de ese nivel que iban con el médico y escuchaba todo lo que decían, intentando comprender la forma de curar de la Medicina convencional.
Pronto convirtió el hospital en su campo de experimentación personal: a cualquier hora se presentaba allí con alguna de sus disparatadas ideas que hicieran sorprender a los enfermos. A veces se oían risas en mitad de la noche procedentes de alguna de las habitaciones. En una ocasión se metió en la sala de niños con cáncer y se disfrazó de payaso colocándose en la nariz una perita de las usadas como lavativa. Luego se puso en los pies unas cuñas como si fueran grandes zapatos y en la cabeza un orinal. Los niños, atónitos al principio, comenzaron a reirse por los gestos y las ocurrencias que tenía, hasta que al cabo de un rato entró una enfermera a poner orden y tuvo que marcharse, pero a los niños les había cambiado el semblante, y ya siempre le esperaban para poder disfrutar de su humorística locura.
Otro caso que se le planteó fue el de una señora mayor que se negaba a comer. El compañero de habitación de Patch, un aventajado estudiante que se oponía a sus métodos, terminó por recurrir a él desesperado viendo que ningún medicamento había solucionado el problema de aquella mujer. Patch le preguntó qué era lo que siempre había deseado y nunca había podido conseguir. Ella le dijo que a veces soñaba que se bañaba en una inmensa cazuela de arroz con leche, un postre que le solía preparar su madre cuando era niña y que le entusiasmaba. Al día siguiente cogió en brazos a la paciente, la sacó fuera del hospital y se metió con ella en una inmensa cazuela de arroz con leche que había hecho montar sobre el césped, para sorpresa y regocijo general. A partir de entonces ella comenzó a comer.
Con un enfermo terminal que aterrorizaba con sus gritos al personal sanitario y echaba de su habitación a todo el que quisiera entrar, incluido al propio Patch la 1ª vez que le vió, empleó un sentido del humor sarcástico que le hizo conectar con él, venciendo su hostilidad y su amargura, y haciéndole más agradable sus últimos meses de vida.
Uno de los médicos con los que hacía las prácticas en el hospital siguió su ejemplo empezando a llamar a los pacientes por su nombre, en lugar de referirse a ellos sólo por el nº de su cama o de su habitación.
En el hospital los enfermos mejoraron su calidad de vida, se quejaban menos y tomaban menos medicinas. Patch solía decir que cuando se divierten, los enfermos dejan de pensar en el dolor, ni siquiera lo sienten. “Al tratarlos a ellos”, afirmaba, “por primera vez en mi vida olvidé mis propios problemas”.

El director del hospital, que era también el decano de la facultad, le perseguía con sus normas y todo su afán era expulsarlo. No comprendía cómo un alumno que aparentemente apenas dedicaba tiempo al estudio era sin embargo el que tenía el expediente académico más brillante de su clase. Por este motivo tuvo que encargarle la preparación de una visita que un grupo de eminentes ginecólogos iba a hacer al hospital. No se le ocurrió otra cosa que hacer colocar unas gigantescas piernas de mujer abiertas a los lados de la entrada principal, y un cartel en medio que decía: “Bienvenidos ginecólogos a vuestra cervix”. Cuando llegaron los recibió en la puerta, que asemejaba una vagina, y les dijo: “Acérquense señores. Tengan cuidado que por aquí está algo resbaladizo. Si hace calor ahí fuera, dentro ya verán....”. Cuando el director, encolerizado, le llamó a su despacho le dijo: “Admiro sus esfuerzos creativos para que los ginecólogos se sientan como en su casa, pero se trataba de reconocidos profesionales y se han sentido ridiculizados”.
Patch fue sometido a juicio por un tribunal médico, en el cual él mismo se hizo cargo de su defensa. “No pueden impedir que estudie, no pueden impedir que aprenda, aunque no me den el título. Sentid reverencia por esa gloriosa máquina que es el ser humano, no se trata sólo de sacar buenas notas. No permitid que os anestesien”, dijo dirigiéndose a los estudiantes. En medio del clamor de toda la sala, en la que se agolpaban pacientes, compañeros de carrera y personal sanitario, y que no cesaban de apoyarle, el tribunal deseó “que con su comportamiento anárquico esa llama que tiene se propague entre el resto de la profesión médica como un incendio en el bosque”.
Muchas fueron las innovaciones que Patch Adams introdujo en la Medicina moderna en relación al trato con los enfermos: tener en cuenta a la persona antes que a su dolencia, escucharlos, distraerlos, cultivar la amistad, la humanidad, compartir la risa y el llanto, combatir las enfermedades con amor y con humor, no temer a la muerte pues forma parte de la vida, no consiste en retrasarla sino de mejorar las condiciones del paciente, y tratar a los moribundos con humanidad, dignidad y decencia. La peor enfermedad es la indiferencia. Él pensaba que todo ser humano tiene un impacto en su relación con otro ser humano. Quería que no hubiera jerarquías en la relación entre los médicos y el resto del personal sanitario, sólo colaboración. Deseaba crear un hospital diferente, con formas asimétricas, con laberintos, pasadizos, zonas de juego, con una fachada que tuviera una gigantesca nariz de payaso, erradicar la idea de que los hospitales son lugares en los que te puedes curar pero pasando por un calvario de sufrimiento y de muerte.
Antes de terminar sus estudios, habilitó una gran casa para que vivieran los enfermos y poder tratarlos en un ambiente alejado de la frialdad y la asepsia de un hospital. Estaba en medio de un paraje incomparable, una gran pradera verde rodeada de montañas, con un gran jardín en el que organizaba barbacoas.
Pese a los esfuerzos del decano de la facultad, que incluso había llegado a anotar en el expediente de Patch que tenía una “excesiva felicidad”, consiguió graduarse, y a la ceremonia acudió vestido sólo con la toga, a la que le había hecho un corte por atrás para ir enseñando el trasero.
Patch Adams abrió una consulta a la que acudieron al menos quince mil personas sin cobrarles nada durante doce años. Tiene una lista de espera de más de mil médicos que desean abandonar sus centros de trabajo para unirse a su causa.
“Por tu bien procura pasar desapercibido”, solía decirle uno de sus mejores amigos en la facultad. No pudo ser, era superior a sus fuerzas.
Patch se trata sin duda de la clase de persona que hace que el mundo sea un lugar mejor donde vivir.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Pequeño saltamontes


Ahora que estoy viendo la serie aquella de “Kung-Fu”, qué buenos recuerdos me trae de cuando la pasaron por televisión por primera vez siendo yo una niña.
La imagen de un hombre con rasgos medios orientales, caminando sin descanso, subiendo y bajando por las dunas del desierto, atravesando bosques, descalzo, con su sempiterno sombrero, una zamarra, un zurrón y una manta enrollada colgados en bandolera, comiendo raíces cuando no hay otra cosa, el modelo de senderista ejemplar al que algunos aspiramos. Un monje Shaolin medio blanco, medio chino, entrenado en las artes marciales y en la sabiduría milenaria de la cultura oriental.
Lo que más popular hizo aquella serie, además de sus escenas de kung-fu, era la constante regresión al pasado que hace el protagonista, pues con cada nuevo acontecimiento que le sucede, inevitablemente su memoria le trae imágenes de cuando llegó siendo un niño al templo, y de todas las cosas que allí vió y escuchó hasta que siendo ya un hombre lo abandonó para buscar su propio camino.
Cuántas preguntas hacía el “pequeño saltamontes”, como le llamaba uno de sus maestros, y cuántas siguió haciendo cuando fue adolescente y luego siendo ya un hombre. Parecía querer tener todas las respuestas y así sentirse más seguro y aliviar todas sus zozobras, lo que queremos todos por lo general. Es muy ejemplarizante ver con qué respeto se tratan maestro y alumno, la consideración a las personas mayores que hoy en día parece tan olvidada, porque aportan una experiencia y una sabiduría acumulada a lo largo de toda una vida.
La acción transcurre en unas tierras inhóspitas en las que impera la ley del que primero dispara y luego pregunta (cosa que, por cierto, los americanos llevan haciendo toda la vida), y donde sobresale la codicia por la fiebre del oro, que convierte aquel territorio en pasto del más acérrimo capitalismo (algo que también los americanos llevan poniendo en práctica desde siempre).
El protagonista va por esos caminos defendiendo la justicia y el bien, empleando la fuerza sólo cuando es absolutamente necesario, es decir, constantemente. Y mientras es víctima de todo tipo de tropelías y su vida puesta en peligro en innumerables ocasiones, aunque él sale con elegancia de las situaciones más difíciles, siempre conciliador, pacificador de personas y animales. Contrasta la delicadeza de sus maneras y su sensibilidad al hablar con el poder físico y mental que demuestra cuando tiene que defenderse. Las escenas de lucha, tomadas a cámara lenta, ponen al descubierto la capacidad de los chinos para controlar su cuerpo, sacando a relucir una fuerza enorme utilizando una gran concentración y el menor esfuerzo físico posible. Los movimientos de kung-fu bien podrían ser la versión oriental de la caporeia, tan de moda hoy en día.
Es curioso cuando extrae de su bolsa un saquito de cuero del que saca siempre unos polvos rojizos que lo mismo esparce en la bebida como por encima de las muchas tumbas que tiene que cavar a lo largo de su accidentado periplo.
En su viaje siempre se encuentra con compatriotas chinos, y es que la emigración oriental no es cosa de ahora, sino que viene produciéndose desde hace más de un siglo, y la xenofobia desde tiempo inmemorial. Los blancos quedamos a su lado como necios, sucios, salvajes, viciosos y borrachos, con pocas excepciones. Por no hablar de los indios.
A veces dan ganas de darle dos tortas por el estoicismo que exhibe ante ciertas injusticias. Pero siempre terminan tocándole las narices más de la cuenta y teniendo que luchar, que es lo que todos estábamos deseando.
Al final se repite la misma obviedad que tan poco tiene que ver con el mundo real: los malos reciben su merecido y los buenos su recompensa.
Muchas enseñanzas se extraen de sus recuerdos y sus palabras: lo poco que se necesita, por ejemplo, para ser feliz, pues un mundo interior rico es fuente inagotable de satisfacciones, y que en las cosas más sencillas se pueden hallar los más grandes placeres. Es bien cierto que es más dichoso no el que más tiene sino el que menos necesita. O también que escuchar es aprender, escuchar a todo el mundo porque aunque a veces no lo parezca todo el mundo tiene algo nuevo que aportar.
Todos querríamos vencer los obstáculos que nos surgen en la vida haciendo sólo uso de la fuerza de nuestro espíritu, si bien unas cuantas clases de kung-fu no vendrían mal para estar a la altura de las circunstancias. Es evidente que sólo desarrollamos una pequeña parte de las capacidades que tenemos: la destreza de poder caminar sin ser oído, poder escuchar los sonidos de la Naturaleza con los ojos cerrados y aún así distinguirlos.
Comprensión de las debilidades humanas, meditación, búsqueda del propio yo, encontrar dentro de nosotros mismos todas las riquezas que tenemos, muchas de las cuales ni siquiera conocemos, riquezas que no tienen comparación con las de orden material, que son superficiales y efímeras.
Es curioso el temor que despierta, ya que para ser un hombre tan bueno y pacífico no deja de repartir leña a diestro y siniestro.
Sin embargo la humildad y sencillez que muestra en todo momento es gratificante, y más hoy en día que vivimos en un mundo de creciente artificialidad.
De todas las cosas que se escuchan en esta historia, la más significativa para mí es la que se refiere a la inocencia, en cuanto representa de todo lo que podemos llegar a perder a lo largo de la vida la única que no se recupera ya nunca, y que el amor a la verdad es un firme valor que fundamenta a todos los demás.
Porque si por pequeño saltamontes se puede entender todos los que están aprendiendo y se encuentran aún indefensos ante las cosas de la vida, entonces todos no dejaremos de ser siempre un poco pequeños saltamontes.
 
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