sábado, 31 de julio de 2010

El último día de playa

Siempre tiene algo de melancólico mi último día en la playa. Suelen quedarse grabadas en mi memoria las mismas sensaciones en cada ocasión: la transparencia y la frescura del agua del mar en mi piel, el masaje relajante de la arena tibia en los pies, que los tengo últimamente tan delicados, el cielo tan azul visto desde la toalla sobre la que me tumbo para dejarme acariciar por la brisa y el sol, bajo la sombrilla. 
En mi último día en la playa de este año había nubes de borreguito por todas partes, tan blancas y esponjosas que relajaban la vista. La montaña, al fondo, estaba despejada. No hacía mucho que se cubrió de nubes grises y espesas tapando la cima. Los truenos vienen siempre de allí, y cuando la tormenta se extiende sobre el mar, descarga sus rayos sobre la línea del horizonte, en un espectáculo tremendo y fascinante. Pero este año no hubo grandes tormentas, ni días de playa lluviosos, cuando la gente apenas va y los pocos que sí lo hacemos nos metemos en el agua cuando empiezan las primeras gotas, que es cuando está más caliente.
Tampoco hubo olas grandes y espumosas que hacen que icen la bandera roja a la que casi nadie suele hacer caso. Me encantan esos días de mar embravecido, porque son la única ocasión en que me demuestro a mí misma que soy valiente si me lo propongo. Es un desafío que acepto con verdadero placer.
Dos noches atrás pude disfrutar de la incomparable visión de la luna llena sobre el mar oscuro. Una vez más, este año no me he atrevido a bañarme de noche, aprovechando la iluminación natural. Dije que lo iba a hacer y al final no lo hice. Pensé que los animales marinos saldrían de sus escondrijos, ya libres de la eterna invasión  de los hombres, para pasearse tranquilamente por los territorios que en realidad les pertenecen exclusivamente a ellos. Cada vez soy más miedosa. Ahora cualquier cosa que me roce, aunque sea un alga flotando, ya me asusta.
Este año los animales se comportaban de forma diferente a lo que nos tienen acostumbrados. Los peces más grandes se me aproximaban para observarme desde el fondo cuando me acercaba nadando a la zona de algas, y los más pequeños que están cerca de la orilla, algunos diminutos como una uña, venían a mí muy deprisa sin llegar a tocarme, acercándose y alejándose sin cesar y no dejándose atrapar en ningún momento cuando los intentaba coegr. Hasta hubo un cangrejo que salió de la orilla y se encondió debajo de una balsa cuando se sintió amenazado, porque como es algo que no suele verse allí despertó la curiosidad de niños traviesos y madres resabiadas que querían darle un entretenimiento gratis a sus hijos. Menos mal que el pobre bicho volvió por donde había venido, aprovechando una distracción. Aquel era un cangrejo de los que no suelen verse en los restaurantes. Era como cuadrado y gris oscuro, y cuando le daba el sol en ciertas posiciones tenía reflejos plateados.
Las gaviotas también se comportan de forma distinta, vuelan cada vez más cerca de los bañistas, casi a ras del mar, y frecuentan la playa a última hora de la tarde, buscando restos de comida. Las hay de dos tamaños, y las que son más grandes son casi como una cigüena. En cambio, ya no se ven medusas. No sé si llegarán en agosto, cuando el mar se caliente un poco más.
Echo en falta la fragancia de las flores por la noche, porque aquello está lleno de jardines, y especialmente el aroma del jazmín. Quisiera poder cultivarlo en casa, pero son plantas de exterior, y yo no tengo las condiciones que se precisan.
Si con algo me quedo de mis vacaciones este año es con la imagen de Ángel, mi cuñado, calzándose las deportivas que Miguel Ángel no ha querido, y que ahora son para él, marchando hacia los parajes más recónditos desde los que divisar, en lo más alto, todas las playas, montes y campos, torre vigía del año 800 incluída, para tomarlos en video y enseñárnoslos a nosotros. Incansable buscador de metas, en un viaje lleno de curiosidad hacia lo que aún es desconocido. Y sobre todo, la difícil subida hasta la Cruz que de noche se ve desde cualquier punto iluminada, y que por lo visto tiene montones de mensajes y pequeñas flores prendidas en su base, para hacer un ruego: que él y mi hermana logren ser padres alguna vez.  
El último día de playa me solía producir una sensación de vértigo parecida a cuando pasamos de un año a otro. Un momento de tránsito, de pasar página, de sentir que el tiempo transcurre y se nos escapa de las manos, impotentes. Nos creemos dueños y señores de todo lo que existe, pero en realidad de cuán pocas cosas tenemos un verdadero control.
Este año apenas hubo melancolía, ni vértigo. Será porque ya todo me da un poco igual. O será porque me sumerjo en el torbellino vital que es el mundo sin oponer resistencia como solía antes. Para qué tanta reflexión, para qué cuestionarlo todo. Es mejor dejarse llevar. De todos modos somos artífices sólo de una pequeña parte de nuestra vida, hagamos lo que hagamos no somos nosotros los que disponemos de ella en realidad.
De regreso en el tren, el paisaje ofreció en cierto momento, ya bien entrada la tarde, un hermoso y grandioso cúmulo de nubes que dejaban pasar unos rayos de sol sobre el campo y una inmensa laguna junto a la que pasamos. En los auriculares se escuchaban unas hermosas y dulcísimas melodías cantadas por una soprano. Y esta belleza que por todas partes nos rodea barrió cualquier rastro de melancolía y dió paso a la armonía, a la paz.
Y seguimos nuestro camino, una vez más.

jueves, 29 de julio de 2010

Ajedrez


Nunca antes había jugado al ajedrez usando una Nintendo DS, hasta que el otro día me propuso mi hijo jugar de este modo. Yo no sé usar ninguna de estas maquinitas que tanto gustan a los chicos, pero su manejo es sencillo, e incluso permite algunas licencias.
Yo veo en mi pantalla lo que hace Miguel Ángel, y él en la suya lo que hago yo. A veces, cuando va a mover, coge la pieza con el palito que se usa para moverse por la pantalla y, antes de depositarla en el lugar definitivo que haya elegido, inicia con ella una loca carrera rodeando al resto de las piezas, escondiéndose detrás de ellas, mientras con una vocecita hace como que pide socorro y está huyendo de un peligro inminente. O rebota en unas y en otras como si se tratara de un pin-ball. Teme mis movimientos, y también las decisiones que tiene que tomar, por si se está equivocando.
Con la Nintendo, cuando un peón llega al límite del lado contrario, en lugar de convertirse simplemente en una nueva reina, como en el ajedrez tradicional, aparece una pantallita en la que puedes escoger esa y otras piezas, pues a lo mejor te conviene tener en tu ejército un alfil, un caballo o una torre. Para mí la reina siempre ha sido la mejor, la que mayor libertad te da y con la que más cosas puedes hacer, pero en gustos no hay nada escrito.
Cada vez que le digo rey, surge una ventanita que dice ¡jaque!, y cuando la partida se prolonga sólo un poco más de la cuenta y no tiene visos de cambiar su desarrollo, automáticamente aparece un cuadradito que dice “Tablas”, y te obliga a terminar la partida.
Fue mi padre el que me enseñó hace muchos años, y con él jugaba partidas interminables y sucesivas mientras estábamos de vacaciones. Algunas veces ganaba él y otras veces yo, pero a la que nunca pude vencer, al menos que yo recuerde, fue a mi hermana. Ella me vencía en todas las partidas, y dejó de jugar conmigo porque se aburría, decía que empleaba demasiado tiempo en pensar las jugadas y mover.
Con el tiempo he tenido otros contrincantes: dos primos míos (uno me ganó y al otro le gané yo), y un compañero de mi primer trabajo, que organizó un duelo a muerte en presencia de toda la oficina (quedamos en tablas, cosa que le fastidió a él, no a mí desde luego). En esta vida hay que saber perder y también hay que saber quedar en tablas, por qué no.
Desde luego, donde esté un buen tablero de ajedrez, grande, hecho de algún material bonito, y unas piezas de tamaño interesante, pero con las figuras tradicionales, no esas que pretenden ser modernas e innovadoras y no sabes lo que representan cada una de ellas, que se quite todo lo demás. Esa es una cuenta que tengo yo pendiente con este juego, un tablero en condiciones, pues lo que tengo en casa y lo que tenía en su casa mi padre era el típico ajedrez magnético para llevar en los viajes, pequeñajo, con piezas tan diminutas que casi se pierden entre los dedos.
Siempre he admirado a esos grandes campeones que aparecen en televisión, marcando sus tiempos con un reloj (lo que hubiera querido mi hermana que hiciéramos para que yo no tardara tanto), y que son capaces de jugadas geniales, maestras, movimientos que nunca se le han ocurrido antes a nadie. Y cuando ha terminado el duelo y se ponen a repasar las jugadas que han hecho, las manos de unos y otros se mueven a una velocidad tal que casi no se las puede ver. Es alucinante.
Mi padre cuenta que cuando era pequeño había un niño en donde él vivía que jugaba partidas simultáneas con mucha gente a la vez, colocados en mesas alargadas. Era un prodigio verlo.
En el cine hay buenos ejemplos de lo que puede llegar a ser un simple juego de ajedrez, y en este sentido la película que más me ha impresionado siempre es “El séptimo sello”, cuando Max von Sydow vestido de negro encarnando a la Muerte jugaba una partida de ajedrez con el contrincante de turno, al que si ganaba se llevaba consigo.
La partida que se jugó en la primera de las películas de Harry Potter era impresionante, cuando los protagonistas montaban sobre piezas gigantescas que caían aparatosamente haciéndose pedazos sobre un descomunal tablero cada vez que eran comidas. Aquella era una partida siniestra en la que también se jugaban la vida.
Yo no soy una gran jugadora, no sé planear jugadas interesantes y cuando gano la primera sorprendida soy yo, hay poca premeditación en lo que hago, como si mi inesperado éxito fuera producto del azar, pero sí me gusta que me sorprendan. Siempre se aprende algo nuevo cada vez que pones tus piezas en un tablero frente a las piezas del contrincante.
Y es que en eso consiste el ajedrez, en una pequeña batalla en la que dos ejércitos luchan con más o menos acierto y cuyo resultado puede a veces ser completamente inesperado.

lunes, 26 de julio de 2010

Happy birthday


Cumplo en un día como hoy 44 años. Número capicúa, como el año de mi nacimiento. Hoy mi familia hará una comida especial, habrá tarta de chocolate para la merienda y saldremos a cenar a un restaurante con terraza al aire libre que hay cerca de aquí. Hace poco fue el de mi madre e hicimos igual. Es ya una costumbre: no perdonamos una celebración en cuanto a hacerse viejos se refiere, da igual dónde nos pille.
Vine a este mundo una calurosa tarde de verano, creo que en martes. Mi madre había hecho mal los cálculos y me esperaban para un mes antes. La familia la apremiaba para que diese a luz de una vez, como si eso pudiera una controlarlo por sí misma, pues le estaba estropeando las vacaciones a todo el mundo.
Mi madre se puso de parto un día de Santiago, mientras comía en casa de sus suegros. Cuando ya estaba en casa decía que oía los cañonazos que disparan siempre desde el Palacio Real para celebrar el día del Apóstol. Ella esperaba que yo fuese un niño, por la cantidad de patadas que le di mientras estuve dentro de su vientre. Está claro que ser bruto no es monopolio exclusivamente masculino. En aquel entonces no existían las ecografías tridimensionales que hay hoy en día, donde se puede ver no sólo cómo es la criatura sino también lo que está haciendo en cada momento. Por entonces se limitaban a reconocer a las mujeres al principio de la gestación, poniéndoles una trompetilla en el abdomen para oir los latidos del corazón del bebé, y luego a la hora del parto. Llegué a este mundo al día siguiente, un día de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen. Estuvieron por ello a punto de ponerme Ana de nombre, pero al final me pusieron el de mi madre. Sin embargo mi hija no se libró, porque aunque nació como su hermano una semana más tarde de lo previsto, en realidad iba a coincidir su fecha de nacimiento con la mía, por lo que se quedó con la onomástica de la Santa del día.
La foto en blanco y negro de mi primer cumpleaños es todo un cuadro. Aparezco llorosa sentada frente a una tarta con una sola vela. Por lo visto aquel día la casa se llenó de gente y yo extrañé a todo el mundo. Desde luego tengo pinta de estar pasándomelo todo menos bien.
Cuántos cumpleaños han caído desde entonces. Las abuelas solían regalarme siempre lo mismo, mi abuela paterna dinero (tenía una memoria prodigiosa para acordarse de la fecha de nacimiento de todos y cada uno de sus muchos nietos), y mi abuela materna varias bragas blancas de cuello alto para que me durasen mucho, porque yo crecía muy de prisa y ella siempre fue muy práctica.
Lo cierto es que nunca pude celebrarlo con los amigos porque al ser verano siempre estaban de vacaciones. A mi hija le pasa lo mismo ahora.
Dicen que los Leo tenemos mucho carácter, una fuerte personalidad, y que somos muy apasionados. También puede ser verdad aquello de que Dios los cría y ellos se juntan, porque la mayoría de las amigas que he tenido a lo largo de la vida nacieron en verano.
Comparto fecha de nacimiento con algún personaje famoso, como Mick Jagger, sólo que él nació 20 años antes. También con un amigo al que hace mucho tiempo que no veo, un encanto de persona, que nació unas horas antes que yo.
En realidad cada vez me apetece menos celebrar mi cumpleaños, porque ya me van pareciendo demasiados. Debería hacer como Alicia en su País de las Maravillas, que celebraba sólo los no cumpleaños. Así estaría de juerga todo el año.
A pesar de que muchas de mis metas no se han cumplido a lo largo de las algo más de cuatro décadas que llevo en este mundo, y aunque ahora mi tarta de cumpleaños tiene unas cuantas velas más que entonces, no puedo dejar de comprobar que sigo siendo la misma niña que lo miraba todo con ojos enormes de aquella foto de mi primer cumpleaños, un poco llorosa. La misma curiosidad por todo lo que me rodea, la misma forma de quedarme abstraída en mis pensamientos o en la observación de las cosas, y quizá eso sí con bastante menos capacidad para la sorpresa.
Lo cierto es que cada vez que llega mi cumpleaños y toca apagar las velas, siempre pido un deseo que nunca se refiere a mí.




jueves, 22 de julio de 2010

La bandera


Es interesante comprobar cómo una misma cosa, dependiendo del sentido que quiera dársele, puede ser objeto de adoración o de odio. Y así está pasando con nuestra bandera.
Hasta hace no mucho la bandera nacional era tomada como símbolo del poderío del Estado Central, que es el que se supone que parte el bacalao e impide a las autonomías desarrollarse y potenciar sus propias idiosincrasias. Ahora, por arte de la magia del fútbol, se ha convertido en enseña nacional que todos mostramos con orgullo y con la que nos identificamos como no sucedía desde hace décadas.
La bandera de España, asociada a ideologías políticas del pasado, a totalitarismos, a autoridad, a Ejército, es ahora insigne muestra del espíritu de una nación que celebra su superioridad sobre el resto del mundo aunque sea en algo tan banal y al mismo tiempo tan popular como el fútbol. Parece que ya nadie se acuerda del desprecio con el que se señalaba a todo aquel que la incluía en su coche (muchos vehículos eran quemados en cuanto se les veía con alguna pegatina de la bandera), en la correa del reloj (costumbre que se identificaba con el mal llamado “facha”, de gomina en el pelo y gafas de sol oscuras), o en cualquier otro sitio.
Antes casi daba miedo colocar la bandera nacional en ninguna parte porque se podía ser víctima de todo tipo de actos vandálicos. Era como si tuviéramos que ocultarla como algo vergonzoso. Puro terrorismo.
Ahora se cuelga de balcones y ventanas, aunque ya ha pasado el Mundial, como para perpetuar el espíritu que la animó. Se cuelga también de la antena de radio de los coches, o se enseña por las ventanillas, y algunos la llevan pintada en el capó a gran escala, con escudo aguileño incluído. De repente nos hemos acordado que tenemos una bandera, como el resto de las naciones, que sí la aceptan y la muestran como enseña de su país, y como no tenemos término medio la exhibimos hasta la saciedad de mil maneras diferentes. O todo o nada.
Nunca llegaremos al patrioterismo de los franceses (chauvinismo decimos por aquí), ni al de los norteamericanos, que la miran con arrobo mientras, puestos en pie en señal de respeto y con la mano en el corazón, entonan su himno nacional. Y es que es lo suyo. Cada país tiene un nombre y un símbolo que lo distingue del resto, igual que todos tenemos un nombre y unos apellidos que nos identifican y nos distinguen del común de los mortales.
Por primera vez desde hace muchos años podemos reconocernos en una bandera no sólo sin sentir temor sino incluso orgullo. Algunos dirán que volvemos al pasado, que retrocedemos. No es verdad. Nos agarramos a lo que siempre ha estado ahí, a lo que ha permanecido a través de los años aún a costa del encono de ciertos sectores. Como hace el resto del mundo entero, que no viven en un pueblo a gran escala, peculiar cuando no extraño y lleno de prejuicios como es España.
Y han tenido que ser unos Mundiales de fútbol los que nos han hecho recapacitar, los que han conseguido reconducir el enfoque distorsionado que nos habían impuesto y que muchos se han encargado de difundir en los últimos tiempos, los que han permitido que volvamos nuestra mirada a esa enseña vetusta que nos aúna, para bien y para mal.
A golpe de goles, hoy volvemos a tener una bandera, y a quererla.

miércoles, 21 de julio de 2010

David Petraeus


El general David Petraeus ha sido elegido por Obama para que dirija la misión en Afganistán. Él está acostumbrado a acudir al rescate de la Casa Blanca. Ya lo hizo cuando George Bush lo envió a Iraq.
Y eso que la relación entre el actual presidente de los EE.UU. y él nunca ha sido buena. Todo empezó en Bagdad, durante la campaña presidencial. El entonces candidato estaba de gira por los cuarteles y Petraeus le cantó las cuarenta. En una presentación de diapositivas le explicó que su promesa electoral de comenzar la retirada de Iraq en 2010 y la de Afganistán en 2011 sería desastrosa. Quizá fue demasiado didáctico porque Obama, según sus asesores, se sintió tratado con condescendencia. Puede también que Petraeus se la tuviese guardada. En 2008, Obama fue uno de los senadores que lo acorraló durante una sesión en la que tuvo que dar explicaciones sobre la forma en que estaba conduciendo la guerra de Iraq.
A Petraeus le dolieron profundamente estas críticas porque con él había dado un giro inesperado un conflicto donde todo lo que podía ir mal iba peor. Es un intelectual con un pensamiento original, doctorado en Relaciones Internacionales, que escribió su tesis sobre los errores en la guerra de Vietnam. Ese estudio fue el germen del manual de contrainsurgencia que ahora es el libro de cabecera en el Pentágono. Y sus recomendaciones fueron seguidas casi al pie de la letra en Iraq,
La consigna principal ya no es localizar al enemigo y destruirlo, sino estrechar lazos con la población civil y protegerla para convertir al enemigo en un paria, un estorbo. “Ganar los corazones y las mentes”, resume Petraeus. Uno de sus consejeros lo ilustra mejor: “Cuando cae una dictadura, no sólo desaparece el tirano de turno, también el camión de la basura. En Iraq no había electricidad ni agua corriente cuando llegamos. Petraeus veía los montones de basura apilados en las calles y sabía que estábamos perdiendo la guerra. Se esforzó para que los iraquíes tuviesen su propia policía, su propio ejército y, sobre todo, para que los basureros volvieran a hacer su trabajo”.
Lo primero que hizo Petraeus fue obligar a los soldados estadounidenses a desplegarse fuera de sus cinco grandes bases, donde estaban aislados de la población, como un ejército colonial, y acobardados por los atentados. Y les ordenó bajarse de sus blindados y patrullar a pie. Sus tropas siguieron persiguiendo a los insurgentes, pero también ayudaron a reconstruir escuelas, refinerías, sistemas de regadío, campos de fútbol, mezquitas. Y protegieron los pequeños negocios. Exigió a sus soldados que fuesen corteses y educados con los civiles. Forjó alianzas con los suníes y aprovechó el hartazgo de la mayoría de la población con el desprecio por la vida de los terroristas de Al Qaeda. Puso en nómina a líderes locales, vecinos concienciados y milicianos.
Los generales más duros se le echaron encima. Le reprochaban su ingenuidad, argumentaban que el Ejército no es una ONG. El gobierno de Bush no las tenía todas consigo, y el ciudadano medio ya estaba harto de ataúdes envueltos en la bandera.
Las cifras le dieron la razón a Petraeus. Cuando tomó el mando morían 21 iraquíes cada día en atentados suicidas o con coche bomba. Un año después era 10. En la actualidad 5. Las bajas estadounidenses también cayeron: de 904 militares en 2007 a 314 en 2008 y 149 en 2009. Este año van 16.
La opinión pública empezó a preguntarse quién era ese general nada arrogante, que resultaba encantador en el trato y profundo en sus reflexiones. Su doble faceta de intelectual y guerrero cautiva a muchos norteamericanos. Petraeus se ha rodeado de especialistas que van más allá del ámbito militar. Prefiere tener a su lado gente con espíritu crítico, que lo desafíe y ponga en cuestión sus decisiones. Su estable vida privada, felizmente casado desde hace décadas con su primera y única novia de juventud, hija de militar también, y padre de dos hijos, le dota de una imagen pública impecable y tradicional.
El nuevo comandante en jefe de las tropas de EE.UU. y la OTAN en Afganistán ha sobrevivido a multitud de contratiempos. Su cuerpo delgado y fibroso esconde una naturalea férrea. En 1991, durante unas maniobras, un soldado tropezó y su M-16 disparó una ráfaga que le alcanzó. Una bala le entró de lleno por la letra A de Petraeus y pasó a un dedo de uno de sus pulmones. En 2000 saltó de un avión, pero el paracaídas se le cerró a 18 metros del suelo. Fractura de pelvis. Lleva una placa de metal, pero a sus 57 años sigue corriendo 9 kms. todos los días. En octubre pasado se le detectó un cáncer de próstata, pero eso no le ha hecho bajar su ritmo. Trabaja 18 horas diarias. El mes pasado se desmayó mientras testificaba ante el Senado. Estaba deshidratado.
Ahora le toca apechugar con un destino ingrato, la dirección de una guerra gangrenada. Afganistán es un país deshilachado, sin Estado ni infraestructuras, sin apenas tejido social, con un enemigo inexpugnable en las montañas. El presidente Karzai es un tipo impredecible. Y los talibanes resisten. Llevan 30 años combatiendo.
Todos nos preguntamos qué será de esta contienda. Y de qué será capaz David Petraeus, el hombre que ha cambiado la forma de combatir, la manera de concebir la guerra.

viernes, 16 de julio de 2010

Intimidades (haciéndonos mayores)







Este verano contemplo con delectación lo muy mayores que se han hecho mis hijos, y también con un poquito de melancolía, al ver lo deprisa que pasa el tiempo, pues no hace tanto que aún los tenía en mis brazos.
Miguel Ángel ha empezado a afeitarse. A sus 14 años, y tras haberle comprado yo una máquina de afeitar manual de lo más aerodinámico y su abuelo espuma, se ha encerrado en el servicio en un par de ocasiones para iniciarse por su cuenta y riesgo en las prácticas habituales en los que han alcanzado la edad viril, o la están atisbando. No le gusta que le miren mientras lo hace, pero sí que he podido echar algún vistazo al entrar o salir del baño con cualquier pretexto, y está muy gracioso con la cara llena de espuma y la hoja de afeitar en la mano. Él se sonríe cuando ve que lo observo. Es ya un hombrecito. En realidad le está saliendo algo de bigote y unos pelillos en la barbilla. En la cara casi no se le aprecian, aunque él dice que algo tiene, y por eso se afeita también por ahí, para que le salgan más. Está más alto que yo y ya gasta un 43 de pie. Sus piernas vellosas lucen largas y adolescentes con sus bermudas. Pero pese a todas estas señales de incipiente hombría, le sigo viendo usar con su Nintendo juegos en los que salen los Simpson, o le encanta la última película de Shrek que han estrenado ahora. Un cuerpo grande con una mente aún infantil.
Ana ha empezado a usar tampones. El año pasado, cuando le vino la menstruación, aún era demasiado pronto para ella. Ha tenido un año y pico para familiarizarse con las cosas propias del sexo femenino, y ya este verano se ha armado de valor y los ha incorporado a sus costumbres de mujer. No en vano se trata de un objeto extraño que introducimos en nuestro cuerpo, y cuando nunca antes se han utilizado resulta un tanto molesto, y hasta un poco doloroso. Me encanta lo decidida que es Ana para casi todo en la vida. El año pasado intentó ponérselos en varias ocasiones sin conseguirlo, y acababó muy desazonada. Siempre que no es capaz de hacer algo que se ha propuesto le pasa lo mismo. Y es que es un fastidio renunciar al mar o a la piscina por unos días de regla.
Ana es una mujer de 12 años, casi 13. Entre sus cosas personales no pueden faltar varios productos para el cuidado del cabello, así como algunos cosméticos para realzar sus ojos y su boca. Nadie le ha enseñado a arreglarse, y lo hace estupendamente. Se inventa montones de peinados y se pinta con discreción y acierto. Nunca sale a la calle sin llevar rimel y su rayita en los ojos. El gloss abrillantador de labios es opcional.
Su colección de sujetadores es muy sugerente, todos tan redonditos, con cazuelas y algo de relleno, algunos con alguna flor o mariposa dibujada, o con algún brillantito incrustado. Ella está muy bien dotada, como todas las mujeres de la familia, y lo luce sin complejos.
Qué distinto todo de cuando yo tenía su edad. Recuerdo mi primer sujetador con 10 años. Era amarillo pálido, y me lo compraron en algún saldo. Cómo me pudo gustar ese color. También me hizo mucha ilusión empezar a usarlo, era mi primer paso para ser mujer. Yo, al contrario que Ana, me sentía incómoda conmi pecho, por lo exuberante. Los chicos me miraban con insistencia a la hora de gimnasia y cuchicheaban entre ellos, porque teníamos que llevar una camiseta en verano que no es que se ciñera mucho, pero sí lo justo para despertar los deseos ajenos. Cómo me molestaba eso, ninguna otra compañera estaba como yo, me sentía una atracción de feria. y es que no hay nada peor para una tímida que llamar la atención. Cuántas tonterías, si lo comparo con la naturalidad de Ana. A ella no le gusta pasar desapercibida, pero tampoco resultar exagerada. Siendo aún tan jovencita ha encontrado el equilibrio perfecto para gustarse y gustar, para sentirse bien consigo misma, y siempre experimentando.
A los 11 años y medio me llegó la mentruación. La primera sorprendida fuí yo, y eso que hacía tiempo que la estaba esperando. Lo peor era el dolor, y más en aquella época que no me tomaba nada para quitarlo. Hasta que no tuve a mis hijos no cesó cada vez que tenía la regla, y aún después alguna vez reaparece. Son gajes del oficio de ser mujer. El tampón aún no existía, y cuando se comercializó tardé bastante en usarlo. No era tan atrevida como Ana, aquello se me hacía un mundo.
A los 13 ó 14 años me pintaba las uñas con tonos rosas suaves, y a los 15 empecé con la raya del ojo. Recuerdo que a mi hermana no le gustó, y es que el arreglo más simple puede cambiar mucho la fisonomía de la cara. A los 16 llegó las sombras de ojos, recomendadas por una compañera del instituto que había estudiado estheticienne y se arreglaba muy bien. Eran las sombras Gavel, que ya han desaparecido, y que tenían unos tonos suaves muy bonitos.
Con esas edades me encantaba ponerme tacones altos, al contrario que ahora, que voy a lo práctico, supongo que porque quería parecer mayor.
Son épocas diferentes, pero la ilusión por dejar la niñez y alcanzar la edad adulta es siempre la misma. En realidad cuando nos hacemos mayores lo que queremos es poder mostrar nuevas formas de expresarnos, sólo nuestras, ir construyendo nuestra personalidad y que llegue el día en que podamos tomar las riendas de nuestra vida.

miércoles, 14 de julio de 2010

Los guerreros de terracota


En 1974 un grupo de campesinos que estaba excavando un pozo para poder regar sus campos, en un invierno escaso en lluvias, se topó con unas figuras de barro en el extremo oriental de la Ruta de la Seda. Uno de ellos golpeó con su azada la cabeza de una figura. En los días siguientes encontraron otros restos y se los llevaron a su casa, donde los utlizaron como recipientes, hasta que el descubrimiento llegó a oídos de los arqueólogos. Pronto se dieron cuenta que se trataba de la tumba del primer emperador chino, custodiado por miles de guerreros de terracota, en Xi'an. Convertido en uno de los yacimientos arqueológicos más deslumbrantes del mundo, los estudiosos pugnan desde entonces por sacar a la luz todos sus secretos.

Pero ¿quién era realmente este emperador?. Qin Shi Huang vivía obsesionado con encontrar el elixir de la inmortalidad, además de conseguir para su imperio un vasto territorio, conquistando los estados vecinos. Creó el germen de lo que hoy es China, instaurando un sistema de medidas, una moneda, construyendo carreteras y canales y unificando la escritura.

Al haber sufrido varios intentos de acabar con su vida, su seguridad era su gran preocupación. Viajaba constantemente para no ser nunca localizado. Sus enemigos nunca sabían en cuál de sus más de 200 palacios se encontraba ni en cuál de sus muchas carrozas se desplazaba. Más allá de su estrecho círculo, pocas personas veían su rostro. Envió a un ejército de jóvenes a buscar el elixir de la inmortalidad y mientras, aconsejado por los médicos de la corte, consumió crecientes cantidades de mercurio. Los alquimistas de la época atribuían a este metal propiedades que prolongaban la vida. El emperador falleció intoxicado. Sin saberlo, había cavado su propia tumba.

Desde el primer día de su mandato, cuando tenía 12 años, inició la construcción de su mausoleo. Una obra sin precedentes que ocupó a más de 700.000 esclavos (miles murieron trabajando), en un área de 56 kms. cuadrados. En el interior de la gran cámara funeraria, el techo era de bronce, salpicado de gemas que emulaban las estrellas del cielo, la luna y los planetas. En el suelo había ríos de mercurio, diseñados a semejanza de aquellos que bañaban el imperio. Alrededor había fieles reproducciones de palacios, torres y un basto ejército formado por 8.000 soldados de terracota, todos distintos entre sí, cada uno con sus facciones, un peinado y una vestimenta propia de su rango o etnia. Aunque vistos juntos se asemejen mucho, no hay uno igual a otro. Se encuentran en varias cámaras y son reproducciones a escala natural de guerreros en perfecta formación. Incluyen también caballos y carros de combate.

Los arqueólogos realizan una ardua tarea para recomponer las figuras, muchas fragmentadas en miles de pedazos, pues están hechas con barro y hace más de 2.000 años. Tras la muerte del emperador los saqueadores destrozaron gran parte de las figuras modeladas a lo largo de 38 años y se llevaron las armas que portaban. Por si fuera poco, al extraer algunas su superficie policromada se desintegraba en pocos minutos al contacto con el aire, aunque se está utilizando un compuesto con el que se elaboran los plásticos para evitar ésto.

En 1980 aparecieron dos carros de bronce pintados, cada uno formado por más de 3.000 piezas, unidas entre sí por hilo del mismo material. No hace mucho apareció también un grupo de soldados imberbes, miembros del ejército imperial menores de 17 años. Y el último hallazgo es un grupo de estatuas que no tienen la pose militar hierática del resto, sino posturas extrañas. ¿Eran bailarines, bufones quizá, destinados a entretener a la corte?.

Se desconoce el contenido del túmulo que aloja la tumba del emperador. Dispuesto a despistar a los saqueadores, mandó construir diversos túmulos para evitar que identificaran su tumba. No obstante, las técnicas modernas de prospección han ubicado el lugar exacto de su lecho de muerte, revelando un elevado nivel de mercurio.

De momento se considera que no se puede acceder a la tumba, pues las técnicas actuales no garantizan la seguridad de los restos. Qin Shi Huang ha alcanzado después de todo esa inmortalidad que tanto ansiaba.

domingo, 11 de julio de 2010

Paco Martínez Soria


Hace un par de días veía con mi hija una de las películas de Paco Martínez Soria y, para mi asombro, comprobé que a ella, pese a ser aún una niña y pertenecer a una época distinta de aquella en la que este actor vivió, y en la que se desarrolló mi infancia, le hacían mucha gracia sus ocurrencias y sus gestos, y Ana no es de las que se ríen con cualquier cosa.


El cine que se hacía en los años 70 oscilaba en su mayoría desde el destape a las historias de catetos, cuando no ambas cosas a la vez. Paco Martínez Soria interpretó durante mucho tiempo el papel de pueblerino, con o sin boina, según la ocasión, al que todos toman por tonto y al que siempre quieren engañar. Cuando se lleva su primera decepción, pues él confía en todo el mundo y su inocencia es como la de un niño, urdirá una pequeña venganza haciendo creer que sigue siendo el mismo de siempre, para terminar haciéndose dueño de la situación y dando una lección a todos. La trama de sus películas seguía más o menos este hilo argumental, pero el otro día cuando veía una de ellas con mi hija me di cuenta de hasta qué punto este hombre podía llegar al corazón de la gente, daba igual su edad, época o condición.


A mí hace años me reventaban este tipo de películas, porque exportaba al exterior una imagen garrula de los españoles, convertidos en una especie de retrasados simples y paletos. Y sí que hubo películas que potenciaron ésto, sobre todo porque parecían hacer mucha gracia al público nacional. Era el equivalente al estereotipo de la peineta, el traje de faralaes y la paella, con los que nos identifican todavía por ahí fuera.


Pero Paco Martínez Soria le dió un giro distinto a este enfoque. Él es intemporal. Su humor blanco con unas gotitas de picante, muy al gusto de la época, resulta increiblemente tierno y espontáneo, esperanzador diría yo. Si todos pusiéramos atención en el mensaje que quiso transmitirnos, seríamos mucho más humanos y sinceros. El respeto a nuestros mayores, la transparencia, la honestidad, la falta de prejuicios y complejos, todo eso era él.


En sus films trabajaban muchos de los grandes actores y actrices que ha tenido este país, en papeles secundarios que arropaban a su protagonista sin desmerecer de él, todos igualmente importantes para el desarrollo de las tramas, comedias humorísticas con pequeñas dosis de melodrama. Viéndolos a todos, muchos de ellos ya fallecidos, siento una enorme lástima por todo el talento y el buenhacer que ha habido en nuestros lares en cuanto a la escena se refiere, y que parecen haber sido olvidados para siempre.


Paco trabajó hasta el último día de su vida, cuando por sus años otras personas hubieran preferido un retiro tranquilo y sin complicaciones. Llevaba la interpretación en la sangre, y supo sacar partido a ese personaje en el que pareció encasillarse, y con el que sin embargo se encontraba cómodo. Le sirvió para pasárselo bien y para hacérnoslo pasar bien a nosotros. Siempre le recordaremos como un niño grande, entrañable y pillín, guiñándonos un ojo de complicidad, en un gesto muy característico suyo, como quieréndonos decir que también nosotros estamos en el ajo, que le comprendemos, que sabemos lo que tiene entre manos, y que estamos con él pase lo que pase.


jueves, 8 de julio de 2010

Mundiales


Debo decir que, a pesar de ser los Mundiales un fenómeno que está causando furor en el mundo entero y, cómo no, en nuestro país, tan aficionado a jolgorios multitudinarios y festejos de toda índole, no ha sido hasta que he empezado mis vacaciones cuando le he prestado atención.

Y es que tienes que hacerlo quieras o no. La semana pasada estaba cenando con mi familia en la terraza acristalada del apartamento en el que veraneamos, cuando de repente un clamor histérico surgió del restaurante, situado tres pisos más abajo, que tiene terraza semicubierta, en el que un montón de hinchas seguían con avidez las incidencias del partido que España jugaba contra Paraguay. Cuando la selección nacional marcó el codiciado gol, una oleada de gritos y aplausos llegó hasta donde nosotros estábamos, tan tranquilos. A esta entusiasta reacción siguieron varias réplicas que se dejaron oir en puntos cercanos, sesión de tracas incluídas, y todos los coches que pasaban en ese momento por allí hacían sonar sus cláxones y exhibían banderas de España por las ventanillas. Uno de los forofos del restaurante, que ya venía previamente pertrechado para la ocasión, salió dando grandes zancadas hacia la playa, cubierto todo el cuerpo con una gran bandera nacional atada al cuello y otra más pequeña anudada a la cabeza, y ni corto ni perezoso, elevando los brazos al cielo con los dedos de las manos haciendo la señal de victoria, clavó en mitad de la arena un palo en el que colocó un cohete, al que prendió fuego. Antes de que saliera volando por los aires para estallar allá en lo más alto, mi madre, que le tiene fobia a todo lo que sean ruidos estentóreos, algo que también he heredado yo aunque en menor medida, ya había desaparecido del salón para huir a las haíbitaciones del interior de la casa y refugiarse allí, en espera de que volviera la calma. Al terminar el partido la operación se repitió, esta vez para celebrar el triunfo absoluto de nuestra selección.

De modo que cuando ayer tuvo lugar el encuentro entre España y Alemania ya sabíamos lo que iba a pasar, sólo que esta vez también nosotros lo vimos en televisión, contagiados por el entusiasmo general. Yo hace años solía seguir algún que otro partido, pues el fútbol, como cualquier otro deporte, puede resultar muy interesante cuando te encuentras con gente que lo sabe hacer bien y ofrece un espectáculo de destreza y deportividad. Pero al llevar viviendo toda la vida al lado de un estadio te hace cogerle un poco de tirria, más que nada por todas las molestias que ocasiona.

El partido entre España y Alemania fue de los que entretienen. La selección nacional mostró un alto rendimiento en todo momento, siempre prestos al ataque y a la defensa, cubriendo con una gran profusión de jugadores la portería contraria. Los alemanes parecían dormidos. El gol de Pujol, marcado de cabeza, fue muy espectacular por lo difícil de su situación en ese momento, rodeado de contrarios, y porque hay cierto tipo de tantos que como son conseguidos de forma poco convencional resultan por ello especialmente inolvidables.

El gracioso del restaurante de abajo repitió su ritual lo mismo que había hecho la semana anterior. Además la comunidad valenciana es tierra de fuegos de artificio, por lo que aquí es bastante normal celebrarlo todo con detonaciones de todas clases. Pero la fiesta continuó en la calle horas después de que el encuentro hubiera acabado. Mi hija y yo, que salimos a dar un paseo nocturno, vimos grupos de gente de todas las edades ondeando banderas y jaleando con ellas a todo vehículo que pasara por allí. Casi todo el mundo llevaba camisetas rojas, hasta los más pequeños, que imitaban a los mayores. Ana decidió entrar en una tienda de chinos, que abren a todas horas, y se compró una pero con tirantes. Los restaurantes habían colgado banderas de España por todas partes y carteles en los que se decía que allí se podía seguir el Mundial mientras se degustaba una agradable cena ("Encuentro España-Alemania, en el que la selección nacional va a ganar. Celebre aquí su triunfo. Oe, oe, oe"). Sin duda es este un acontecimiento que genera un gran negocio en todas partes.

El periódico de hoy traía una foto espectacular en la que se recoge el momento en que la pelota entra en la portería, ante la cara de estupefacción del portero alemán, vestido para la ocasión de amarillo de arriba a abajo (no sé quién asesorará su imagen a los futbolistas). Es una instantánea tomada casi a ras de suelo, muy buena. Parece que tenemos el privilegio de estar en el mismísimo meollo de la situación, justo cuando se está produciendo.

Unos conocidos que tenemos aquí, franceses, muy aficionados a la guasa, les decían esta mañana en la playa a otros conocidos, alemanes, hablando todos en español, que vaya paliza les habíamos metido. Los aludidos se lo tomaron a broma. No a todo el mundo le interesan los Mundiales, y más cuando los que ganan son otros.

viernes, 2 de julio de 2010

Nothing like the sun


Este año, cuando me he situado por primera vez frente al mar, he tenido la sensación de que todo estuviera a un nivel muy bajo, como plano, y sólo el inmenso cielo azul lo dominara todo. Será porque en la ciudad nos acostumbramos a estar rodeados de grandes edificios: vivimos, trabajamos y nos movemos entre altísimos moles de hormigón, y ésto cambia nuestra forma de mirar, la manera como concebimos los espacios.


Al llegar a la playa, todo me ha parecido más simple, como despejado. No hay acumulación de casas, de personas. de nada, sólo espacios abiertos en los que poder relajar la vista.


Quizá porque desde hace un tiempo trabajo en un edificio hermético, a que Madrid se está convirtiendo en una ciudad agobiante, difícil para poder vivir en ella y disfrutar, o a que estoy perdiendo la buena costumbre que tenía de perderme por parajes naturales, lo cierto es que este año el estar al aire libre y en contacto con la Naturaleza era algo que me hacía falta y que ya estaba echando de menos.


Los de la urbe llegamos a la costa con nuestro aspecto de zombies, la piel blancucha, reflejando en la cara los signos del cansancio y el stress acumulados durante todo el año. Pero al cabo de unos pocos días nuestro aspecto cambia: la vida apacible, sin preocupaciones ni horarios rígidos, el sol que broncea nuestra piel, el aire del mar, todo contribuye a mejorar nuestra salud, todo se confabula para que cambie nuestra apariencia y luzcamos definitivamente estivales.


No en vano este es el look que ofrecen los multimillonarios durante todo el año, los dueños de enormes yates que surcan los mares de las rutas más cotizadas por los turistas. Los sibaritas están ligando bronce sin parar los 365 días, porque no habitan en lugares donde exista el invierno y sus vidas no están marcadas por rutinas alienantes. Es la dolce vita.


Como decía Sting en una de sus canciones, Nothing like the sun.

Evocaciones (IV)


- Recuerdo a mi padre en el salón de casa, con la mesa-libro desplegada y recortando sobre ella tiras largas de papel pintado, a las que luego les pasaba cola con una brocha para pegarlas en las paredes. Era los años 70, la época en la que estaba de moda empapelar las habitaciones de las casas. Él hacía ésto cada cierto tiempo, y la verdad es que era un gran trabajo hasta que acababa con toda la casa.

- En el verano, cuando preparábamos las vacaciones en la playa, era todo un acontecimiento. Mi hermana y yo hacíamos listas interminables con las cosas que íbamos a meter en la maleta, para que no se nos olvidara ninguna. Por aquel entonces la casa que alquilábamos en Torrevieja no tenía de nada, teníamos que llevarnos nosotros las sábanas, los cubiertos y no sé cuántas cosas más. En el salón de casa mi hermana y yo nos poníamos las aletas de bucear, nos tumbábamos boca abajo en el suelo y hacíamos como que estábamos sumergidas bajo el mar. Qué pinta debíamos tener, y cuánta ilusión también. Estar en la playa y bañarnos nos producía una gran emoción, porque aquel paisaje se desplegaba ante nuestra vista sólo en un corto periodo de tiempo al año, y nos parecía algo excepcional.

- Recuerdo a un chico alemán que me gustaba aquí en la playa, cuando yo tenía 17 años. Él tenía la misma edad que yo. Vivía en los mismos apartamentos que yo ocupaba por entonces, y siempre le veía paseando por allí o en la playa. Era alto, delgado, muy rubio y muy guapo, de una belleza exquisita. Solía salir con su hermano mayor a practicar windsurf. Era muy elegante y estiloso en sus maneras. Yo también le gustaba, y solíamos mirarnos de lejos, siempre a distancia. Había una chica alemana que le frecuentaba, pero no le hacía mucho caso. Todavía le recuerdo, mirando al mar desde el paseo, con aire distraido, ausente.

- Siendo mi hijo era pequeño estábamos su padre y yo esperando en la cola de la panadería, aquí en Benidorm, una mañana, cuando me percaté que delante de nosotros estaba el inefable Luis Prendes, miembro de una de las sagas de actores más renombradas en nuestro país. Tenía un apartamento allí cerca que compartía con sus hermanas, también actrices maravillosas, a las que a veces veíamos tomando el sol en la playa cuando paseábamos por la orilla. Recuerdo que se volvió y, como era muy comunicativo, se quedó mirando a Miguel Ángel y, como le debió parecer muy guapo, nos dijo con gesto grandilocuente: "Parece un dios". Era como si también estuviera interpretando algún papel fuera del escenario, no podía dejar de actuar. Nadie que le viese podría decir que era una persona importante, vestido con una camisa hawaiana y unas bermudas viejas, pero era él. Cuando murió, hace pocos años, le dedicaron una calle,y hace poco inauguraron un busto
 
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