jueves, 14 de junio de 2012

Clases particulares


Esto de las clases particulares es todo un mundo. Ofertas hay para todos los gustos, y cuando accedes a alguno de estos servicios nunca sabes con qué te vas a encontrar.

Y es que la docencia es una actividad para la que, evidentemente, no todo el que pretenda enseñar está preparado. Se requieren no sólo conocimientos sino también un talento especial. Cuando se trata de personas que llevan una academia o van a una casa, lugares donde no suele estar probado el hecho de que se tenga la titulación adecuada para ser profesor, estas cualidades a las que aludía se hacen aún más patentes y necesarias.

Cierto es que no es lo mismo llevar un aula llena de alumnos en un gran centro como un colegio o un instituto que impartir asignaturas sueltas a un niño o dos a lo sumo, unos cuantos en el caso de las academias.

Miguel Ángel sólo ha tenido clases particulares en una ocasión. Contraté al docente a través de una agencia, y era profesor de instituto. Las agencias tienen unas condiciones un tanto tiránicas, ya que te obligan a pagar bonos de 10 clases y por anticipado.

Este profesor, acostumbrado a dar clase a muchos alumnos, hablaba muy alto y deprisa. A Miguel Ángel lo aturullaba con su ímpetu, aunque él ha sido siempre muy sufrido y nunca se quejó, pero yo sé que no le gustaba nada. Un día, si nos descuidamos, casi se pone a tocar una guitarra que mi hijo tenía en su habitación. Animado como él solo, un torbellino. Solía contarme muchas de sus experiencias en el instituto donde daba clases y algunas de las peculiaridades de su profesión. Para la conversación era muy ameno, pero ante el persistente fracaso escolar de Miguel Ángel, terminó diciéndome que estaba malgastando el tiempo y el dinero.

Esta situación lo soliviantaba, por orgullo profesional. Estaba enfadado, molesto, era como si su buenhacer estuviera en entredicho. Cuando por fin Miguel Ángel pasó de curso, ya sin la ayuda del profesor, porque ciertamente si no se lo propone el alumno no hay clases que valgan, le mandé un mensaje a su móvil para decírselo y que viera que sus esfuerzos no habían caído en saco roto, pero no me contestó. Era un poco soberbio.

Cuando Miguel Ángel empezó con sus tratamientos en el Hospital de Día y, aconsejados por Jesús, su psicólogo, le apuntamos a una academia que me recomendaron encarecidamente, la situación mejoró aunque por poco tiempo. Su director, ingeniero naval, decidió un día dedicarse a la docencia, para bendición nuestra. En cuanto le explicamos lo que le sucedia a Miguel Ángel él, que es muy humano, sintió empatía al instante y trató a mi hijo como un amigo desde el primer día.

La 1ª vez que acudió lo llevó a la puerta con el pretexto de echarse un cigarrillo, y estuvo hablando un rato con él. “No sé lo que te pasa exactamente, pero quiero que sepas que aquí eres uno más, que espero que te sientas lo más cómodo posible y que vas a ser tratado como a todo el mundo”, le dijo, sazonando la conversación con innumerables palabrotas. Tenía la costumbre de hablar a sus alumnos haciendo muchas bromas y soltando muchos tacos, como para ponerse más a su nivel, darles más confianza y que desaparecieran las barreras. A Miguel Ángel le encantaba, en casa se reía muchas veces recordando algunas de las jocosas barbaridades que le oía decir, algunas que a mí particularmente me hubieran dejado calva sólo de escucharlas.

Muy directo, casi cuarentón, inteligente, emprendedor, como padre trataba a los chicos como querría que trataran a sus propios hijos. Al cabo de un tiempo nos dijo que estaba muy contento con Miguel Ángel y que rendía más que muchos de sus otros alumnos que se supone no tenían ningún problema. Pero finalmente se cansó, como le pasa con casi todo lo demás, y dejó de ir.

Ana tuvo una profesora el año pasado con la que tampoco logró congeniar. Era una chica muy preparada y diligente, muy seria en sus cosas, explicaba muy bien, pero como todo en la vida es cuestión de dar en el clavo correcto, y con Ana no fue así. Ana mostraba su cortesía habitual, muchas sonrisas de hipocresía social para no parecer maleducada. Incluso a mí logra engañarme cuando hace esas cosas. Pero la profesora pronto se sintió desalentada, y hacía su trabajo sin muchas esperanzas de que aquello diera sus frutos. Como en el caso de su hermano, Ana sacó el curso cuando decidió ponerse las pilas, presionada y un tanto atemorizada por nuestra preocupación y nuestras arengas.

Es muy cansado esto de tener que sacar el látigo cada dos por tres para que los demás cumplan con su deber. Los de mi generación estábamos acostumbrados a una dinámica para la que no necesitábamos medidas coercitivas. Era lo que había, sin discusión posible. Y tampoco lo llevábamos mal: no hay nada más satisfactorio que la consecución exitosa de las propias obligaciones. Es como si te hubieras ganado el pan, como si te demostraras a ti mismo que has sabido estar a la altura de las circunstancias.

Este año Ana necesitó nuevamente clases particulares. Eché mano de uno de esos números de teléfono que pegan en las marquesinas de los autobuses para anunciarse, que tenía guardado hace tiempo. Se presentó un hombre joven, sudamericano, que no pasó del primer día. Explicaba con mucha bulla y deprisa, y mientras esperaba a que Ana resolviera los ejercicios que le ponía, se dedicaba a teclear en su móvil. Para parecer más cercano cuando terminó le dio por enseñarme una enorme gasa de dudoso color que tenía bajo su ombligo con piercing, que tapaba la herida de su reciente operación de apendicitis. Y encima me quiso cobrar más de lo que me había dicho por teléfono. Ana exhibió sus sonrisas Profidén de siempre, para terminar deciéndome alterada en cuanto se marchó que anulara la cita siguiente porque no quería volver a verlo, y como es ella la que tiene que aprender y sentirse a gusto, pues así lo hice, no sin ser presa de una gran desazón al pensar que  nunca le iba a terminar de parecer bien nadie, que nunca iba a asimilar las asignaturas pendientes, y que lo hacía para fastidiar porque no quería recibir ayuda de nadie y por llamar la atención, algo muy típico en ella.

Pero por fin, hace algo más de un mes, contacté con un chico treintañero al que encontré en Internet cuando pedí a alguien que diera clases por mi zona. Hace medio año que llegó de su ciudad, Alicante, buscando trabajo. Es ingeniero químico y en su tierra están cerrando industrias. Pero lo que no sabía es que Madrid no es como el sueño americano. Aquí hay trabajo en sectores para los que no hace falta cualificación alguna. Después de gastarse sus ahorros ha terminado dando clases a domicilio y trabajando como camarero en un Ginos.

Se quejaba de que en Alicante vivía con otros tres amigos en una casa casi nueva y enorme por sólo 150 € mensuales, y que ahora en cambio malvivia en un cuchitril por 300 y pico (que sigue siendo muy barato para ser Madrid), y dice que casi no le queda ni para ir al cine alguna vez. Creo que hace poco se ha mudado a un sitio mejor, parece que después de todo no le está yendo mal.

Un par de tardes por semana llega con el casco de su moto bajo el brazo, mochila a la espalda, le colocamos una pequeña torre de ventilación que tenemos y una jarra de agua fresca con un vaso, y durante la hora siguiente le explica a Ana largo y tendido Matemáticas o Física y Química. Es el único profesor que, no teniendo titulación para ello, sabe cómo hay que enseñar mejor que cualquiera de los que han pasado por casa. No habla alto, y su cadencia es suave y lenta, ideal para hacerse comprender. Su paciencia es infinita, repite las cosas las veces que haga falta.

Ana, que ya estaba escaldada por las experiencias anteriores, lo recibió el primer día con cierta desconfianza, pero ésta desapareció enseguida. Aunque cada vez que tiene que venir entra en trance, presa de una somnolencia incontenible que la obliga a acostarse un rato antes de que llegue (en el fondo de su subconsciente permanece el rechazo a recibir ayuda y a tener que trabajar), cuando el profesor aparece ella misma se encarga de ponerle el ventilador y el agua para que esté cómodo, y de apagar la televisión si está encendida.

Es un chico muy sano, muy natural, muy buenazo, muy educado, que sabe cómo conectar con la gente joven, su trato es muy agradable y se permite alguna ocurrencia que otra que hace reir a Ana y la alivia de la incertidumbre de saber si será o no capaz de sacar esas asignaturas.

Hace poco empezó a salir con una chica y se le ve más animado. “Se llama Ramona”, le comentó a mi hija. Madrid, como cabía esperar, no resulta una ciudad tan inhóspita al fin y al cabo. Espero contar con él siempre que lo necesite, si no se ha vuelto a su tierra, como amenaza alguna vez cuando se encuentra desalentado. 

Encontrar a un buen docente es tarea ardua, y por eso tanto al director de aquella academia a la que fue Miguel Ángel como al profesor que tiene ahora Ana, los considero preciadas joyas, valiosas por su rareza y por lo mucho que son capaces de brillar. Y es que algunas clases pueden llegar a ser muy particulares.

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