jueves, 21 de junio de 2012

Taylor Wilson: el chico que fabrica bombas


En 1957, un avión estadounidense B-36
sobrevolaba
los alrededores de Albuquerque (Nuevo México), cuando dejó caer accidentalmente una bomba de hidrógeno 700 veces más potente que la bomba atómica de Hiroshima. Al artefacto, en pruebas, aún no le habían insertado su mortífera carga de plutonio, pero disponía de una espoleta nuclear cuya detonación provocó un cráter de ocho metros de diámetro y dejó un reguero de escombros radiactivos en varios kilómetros a la redonda. El episodio recuerda al que sucedió en Palomares (Almería). Como en España, los militares se encargaron de la limpieza y descontaminación del terreno. Una tarea inacabable.

Hoy por hoy cualquiera, provisto de un detector de metales, un contador Geiger y paciencia, puede encontrar restos de la bomba de Albuquerque. Pero pocos son los que salen de excursión en busca de chatarra radiactiva. Taylor Wilson pertenece a esa curiosa minoría. Un chaval de 18 años nacido en Texarkana (Arkansas). Sólo que Taylor no es un chalado, ni alguien que tenga un negocio, sino un genio precoz. El físico nuclear más prometedor del mundo. Un autodidacta que a los 14 años se convirtió en el científico más joven en construir un reactor atómico de fusión. Lo empezó en el garaje de su casa y lo terminó en el colegio.

Después de una hora de rastreo Taylor, eufórico, recolecta unos 30 kilos de uranio y fragmentos de bomba que emiten una débil radiación. Sus padres procuran acompañarlo en sus peripecias y echarle una mano siempre que pueden. Luego meten todo en una maleta y se embarcan en un avión de regreso al hogar familiar en Reno (Nevada). El equipaje pasa los controles de seguridad sin problemas, pues no contiene líquidos o productos inflamables. "No existe peligro para los pasajeros. Haría falta una exposición muy larga y a muy corta distancia... Pero con ese material se podría fabricar una bomba sucia", le confesó Taylor a la revista Popular Science.

Una de sus obsesiones es combatir el terrorismo. Ya ha diseñado un escáner capaz de detectar armas nucleares en los contenedores de los buques mercantes. La otra es acabar con el cáncer. Taylor lleva trabajando en novedosas técnicas de radioterapia desde la adolescencia. A diferencia de otros genios con tendencia a vivir en las nubes, su creatividad no se limita al campo teórico: enseguida busca aplicaciones prácticas a sus investigaciones.

Sus intereses son variopintos, pero su curiosidad está gobernada por un apego innato a lo útil y pragmático. Siendo aún bebé, demostró interés por la construcción. Pero no quería juguetes; nada de piezas de Lego: ladrillos de verdad. A los cuatro años bajaba a la calle con un chaleco reflectante para dirigir el tráfico. A los cinco le pidió a sus padres una grúa. Lo llevaron a una juguetería y se lo tomó como una ofensa. "¡Quiero una de verdad!". Su padre llamó a un amigo constructor y por su cumpleaños le dejaron manejar los controles de una grúa de seis toneladas.

A los nueve devoraba la bibliografía disponible en Internet sobre propulsión de cohetes espaciales. A los diez memorizó todos los elementos de la tabla periódica, sus números atómicos, masas y puntos de fusión. También le apasionaba la biología y, armado de lancetas, extrajo sangre a toda la familia para realizar un experimento de genética comparada. A su propia abuela, enferma terminal de cáncer,  la convenció para que le donase muestras de orina y tejido tumoral para sus experimentos en terapia oncológica.

Sus padres no se explican de dónde le viene a Taylor la pasión científica: Kenneth es un ex jugador de fútbol americano que trabaja como embotellador de Coca-Cola; Tiffany es monitora de yoga. "Ninguno sabemos un pimiento sobre ciencia", reconoce Kenneth. Tienen otro hijo, Joey, de 15 años, que es un pitagorín en matemáticas. Lo que sí tienen claro ambos progenitores es el estilo de educación que desean para sus hijos. "Queremos ayudarlos a que averigüen quiénes son. Y luego hacer lo posible para fomentar su vocación".  Pero esto es algo que puede resultar peligroso.

Si un día oyes una explosión que alarma a todo el vecindario y ves cómo sale una nube en forma de hongo del garaje que tu hijo de 11 años ha convertido en un laboratorio, es comprensible la tentación de replantearte la educación del niño. Pero los Wilson son de otra pasta. Les preocupaba la seguridad de Taylor, pero confiaron en él cuando les explicó que lo tenía todo bajo control. "Sé lo que hago", les dijo.

Y era cierto... Por entonces, su libro de cabecera era The radioactive boy scout, de Ken Silverstein, que cuenta la historia de David Hahn, un adolescente de Míchigan que intentó construir un reactor nuclear en el patio de su casa. Los padres de Hahn le prohibieron seguir con un empeño tan arriesgado. Cuando Taylor anunció que se proponía emular a su héroe y fabricar su propio reactor de fusión con deuterio como combustible nuclear, los Wilson lo animaron. Quizá no entendieron cabalmente que lo que su hijo pretendía era crear una estrella. Ni más ni menos que un pequeño sol que, para nacer, necesitaría que la sopa de plasma de su núcleo se calentase en un microondas portentoso hasta alcanzar una temperatura inconcebible: 580 millones de grados.

Taylor tiene otra virtud no muy corriente entre los científicos: sabe contagiar su entusiasmo a su alrededor. Así que le dejaron llenar el garaje de espectrómetros y contenedores de plomo en los que almacenaba torio, uranio, radio, yodo, material hospitalario para acelerar haces de neutrones, pararrayos radiactivos y otros cachivaches inquietantes recogidos en sus excursiones o comprados por Internet.

Cuando los Wilson dejaron de dormir tranquilos, temiendo un Chernóbil de andar por casa, decidieron llevar a Taylor a una escuela muy especial. La Academia Davidson, un colegio público subvencionado, anexo a la Universidad de Nevada, exclusivo para genios, donde la nota de corte en la prueba de acceso es de 9,99, y donde no basta con la inteligencia, la motivación también se valora. 

Taylor, por supuesto, fue admitido y la familia se mudó a Reno. Fue allí donde consiguió acabar su reactor de fusión con el asesoramiento de sus tutores. El resto es historia. El Mozart de la física ha dominado todas las ferias internacionales de ciencia de los últimos tres años, con nueve premios. Colabora con la agencia norteamericana de energía atómica. Se ha entrevistado con el presidente Obama. Ha sido invitado como conferenciante a las charlas tecnológicas de la prestigiosa organización TED. Además, es un tipo simpático, un buenazo que aspira a mejorar la vida de sus semejantes en un ámbito como el nuclear donde la frontera entre el bien y el mal es una línea muy difusa. Y como dijo el presidente de Intel, Paul Otellini, resoplando con alivio tras conversar con Taylor: "Estoy tan contento de que este chico esté de nuestro lado...".


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