lunes, 7 de diciembre de 2015

Ve y pon un centinela


Gracias al regalo con el que mi tía Carmen me obsequió este verano por mi cumpleaños, he tenido el placer de leer Ve y pon un centinela, curioso título con el que Harper Lee ha bautizado el libro que escribió antes de Matar a un ruiseñor, al que debió considerar  más “redondo”, hasta el punto de no llegar a publicar el 1º, sobre todo cuando su versión para el cine fue un éxito tan clamoroso que se puede decir que su autora ha vivido de las rentas para el resto de su existencia.

En este libro que había permanecido inédito aparecen los protagonistas más mayores. El inolvidable Atticus Finch y su rebelde hija Jean Louise son seres adultos que desgranan sus vidas en medio del aparentemente tranquilo ambiente de un pueblo sureño de EE.UU., en el que sin embargo sigue existiendo el problema del racismo. La hija de Atticus planta cara a su padre al comprobar que algunas convicciones que él le había inculcado desde la infancia empiezan a abandonarle. Pero quizá lo que más me ha gustado de este libro son sus flash back al pasado recordando los juegos de niños con su hermano Jem, que murió joven como su madre, sobre todo cuando parodiaban al predicador en sus sermones. Son curiosas las cosas con las que se queda la atención de los niños: la idea del pecado, el misterio de la vida y la muerte. Me pareció hilarante el episodio en que Jem intenta bautizar a su hermana y a otro chico amigo en el estanque del jardín por inmersión, lleno de nenúfares y carpas, en medio de esa agua verde y fangosa, hasta que son pillados in fraganti y medio azotados por el palo de una escoba. Cuando vieron a Atticus, su padre, entristecido durante la comida y ver unas pocas lágrimas rodar por sus ojos, mientras el párroco les daba la charla, invitado también a comer, Jean Louise se sintió muy afligida. Después el padre se disculpó por tener que ausentarse por un momento, y Calpurnia, la cocinera, la sorprendió diciéndole que en realidad se había tenido que ir a otro lado de la casa para partirse de risa.

Pero lo que yo ansiaba sobre todo era encontrarme con la descripción de Atticus Finch, el modelo de ser humano increíble y maravilloso que ha anidado en mi corazón durante toda la vida, desde aquel Matar a un ruiseñor, a cuyo actor que lo encarnó tan magníficamente, Gregory Peck, marcó también su vida personal para siempre. Reproduzco parte de lo que sobre él se dice en el libro. Por cierto, Jean Louise siempre llamaba a su padre por su nombre de pila, nunca papá, una mezcla de amor y cierta distancia que me llama la atención, y que marca su peculiar relación filial:

Integridad, humor y paciencia eran las 3 palabras que mejor definen a Atticus Finch. Había también una frase recurrente que podía aplicársele: si se escogía al azar a cualquier vecino del condado de Maycomb y se le preguntaba qué opinión le merecía Atticus Finch, la respuesta sería con toda probabilidad: “Nunca tuve un amigo mejor”.

El secreto de Atticus Finch para vivir era tan sencillo que resultaba por ello profundamente complejo: mientras que la mayoría de los hombres intentaba estar a la altura de los códigos de conducta de su elección, Atticus aplicaba el suyo al pie de la letra sin darse aires, sin aspavientos ni angustia vital alguna. Tenía el mismo carácter en público que en privado. Su código de conducta era la ética sin complicaciones del Nuevo Testamento, y su recompensa al respeto y el cariño de todos cuanto le conocían. Incluso sus enemigos lo querían, porque Atticus jamás se daba por enterado de que eran sus enemigos. Nunca había sido un hombre rico, y sin embargo era el hombre más rico que jamás conocieron sus hijos (...)

A sus 48 años, Atticus se quedó con 2 niños pequeños y una cocinera negra llamada Calpurnia. Es poco probable que alguna vez se preguntara el porqué. Se limitó a criar a sus hijos lo mejor que pudo y, a juzgar por el cariño que estos le tenían, lo hizo sumamente bien: nunca estaba demasiado cansado para jugar al escondite, ni demasiado ocupado para inventar historias maravillosas, ni demasiado absorto en sus problemas para no escuchar con toda seriedad una queja.

Cada noche, les leía en voz alta hasta que le fallaba la voz. Al hacerlo mataba varios pájaros de un tiro, y probablemente habría dejado perplejo a más de un psicólogo infantil: les leía a Jem y a Jean Louise cualquier cosa que él estuviera leyendo, y los niños se criaron poseyendo una extraña erudición. Les salieron los dientes escuchando historia militar, proyectos de ley pendientes de aprobación, historias detectivescas, el Código de Alabama, la Biblia y la antología de poetas ingleses de Palgrave.

Allá donde iba Atticus, allá iban también, casi siempre, Jem y Jean Louise. Los llevaba a Montgomery con él si la asamblea se reunía en verano; los llevaba a partidos de fútbol americano, a reuniones políticas, a la iglesia, a la oficina por la noche si tenía que trabajar hasta tarde. Después de la puesta de sol, rara vez se veía a Atticus en público sin sus hijos a remolque.

Jean Louise nunca conoció a su madre, ni sabía lo que era una madre, pero muy pocas veces sintió la necesidad  de tenerla. De pequeña, su padre nunca había tenido problemas para entenderla, ni había vacilado una sola vez, salvo cuando, a los 11, ella regresó un día del colegio y descubrió que estaba sangrando (…) Calpurnia se hizo cargo de la situación (...)

No estaba sola, pero lo que le servía de apoyo, la fuerza moral más poderosa de su vida, era el amor de su padre. Nunca lo ponía en duda, nunca pensaba en ello, ni siquiera se daba cuenta de que, antes de tomar cualquier decisión importante, se preguntaba insconscientemente, como un reflejo, qué haría Atticus. No se daba cuenta de que, cada vez que se plantaba y se mantenía en sus trece, era su padre quien la impulsaba a ello; de que todo lo que tenía de bueno y de decente su carácter se lo debía a él. No sabía que lo idolatraba (…)

Le daban pena quienes se referían a sus padres llamándoles “viejos”, dando a entender que eran seres ineptos, vulgares que en algún momento habían defraudado a sus hijos de manera terrible e imperdonable.

Derrochaba piedad a manos llenas,  y se complacía en su mundo cálido y confortable.

El título del libro está tomado del capítulo 21 de Isaías, versículo 6: “Porque el Señor me dijo así: Ve y por un centinela que haga saber lo que viere”. Y a él hace la protagonista alusión en otra parte del relato, cuando rodeada de las cacatúas que constituían la sociedad del lugar, en una reunión de mujeres en su casa organizada por una tía suya, no paraba de oir los mismos comentarios llenos de prejuicios y racismo que había escuchado toda su vida. Horrorizada por todo esto, pensó que el predicador había puesto el día anterior en la iglesia un centinela durante su sermón. “Debería haberme dado también uno a mí. Necesito un centinela que trace una raya en medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que 26 años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea”, en alusión a la edad que ella tiene en ese momento. Y realmente quién no necesitaría un centinela, una especie de ángel custodio, protector y guía que nos conduzca por los caminos que no son los equivocados.

Si en algo constituyó para mí el placer de la lectura de este libro es, además de la maravilla del personaje de Atticus y ese mundo que le rodea, es el estilo de escritura de Harper Lee y la forma como se adentra en los personajes, formas de expresión y pensamiento que ya no se dan hoy en día y que nos transportan a una época en la que los escritores se recreaban con cadencias y profundidades que nos llevaban poco a poco y con certera seguridad a ambientes e historias que nos terminan resultando perfectamente reales.


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